23 septiembre 2013

Odisea

           Mañana comienza la odisea…
            Han desatado las amarras de los barcos que se mecen en la orilla y la arena ha perdido su vieja forma conspirando con el viento. Los caminos atestados por el gentío permiten el paso de uno solo, yo, que de mí mismo se despide y me veo ir y consigo finalmente alejarme; pues mañana empieza el mismo viaje y el agua salada sacude con fuerza el peso de otras olas, ya lejanas. Un marinero ríe a carcajadas y me río en el reflejo de su risa de bronce que es la mía. El cielo es dolor sobre navíos que solo atinan a crujir, y los hombres abrazan a mujeres de ojos tristes.
            Seguramente mañana se termina este sufrir; el niño de la isla azul corre entre las algas y recoge fragmentos de caracolas, los pies pequeños se acercan al último barco que se aleja y lo saludan, saludan a los últimos mensajeros, me saludan a mí. Mis dedos ancianos tropiezan en el bolsillo con un puñado de caracolas rotas. Seguramente mañana la espera atraerá al sueño, pues la pesadilla en esos ojos no se borrará, no se quebrará. Las oscuras noches han pasado mirándolos a ellos, sobre la orilla siempre; de que sueño es origen este miedo o de que horror es génesis este sueño. Inmóvil ahora, percibo el sueño que se aleja mientras voy con él al lado mío.
            La roca mañana será la nueva arena y el viento que se desliza entre los rostros que ondulan en la arena ahora, ondulará sobre mí, que me aferro a esta costa que no existe y se diluye en este mar formado por mi agua, bajo el vaivén de los barcos que me nombran mientras parto. Esta playa debajo del nuevo sol estará vacía y para esos rostros el faro será solo un recuerdo extraño, como esa niebla que me envuelve aquí sobre la roca.
            El anciano observa los barcos que cabecean y arroja su sombrero al aire frío. Levanto la cabeza y mi luz se pierde en esa búsqueda sin objeto. Mañana. Ella dará a conocer las viejas respuestas; está entre ellos, entre los más ancianos, protegiéndolos del viento. Los jóvenes la miran y sueñan por esa cabellera con temor, como sueño yo en la cubierta arrasada por las olas mientras estrujo este puñado de papales mojados por la lluvia.
            Mañana es el último minuto de este día. La llovizna gris es el ramo de flores arrojado, sobre cuerpos extraños pertenecientes a otro sol, a otra piedra desgarrada y única. He descendido sobre mí mientras contemplo, el presagio de muerte que cae sobre los barcos en el horizonte.


El oráculo

El oráculo nos dijo:
Que prometimos alguna vez ser siempre los mismos,
peregrinar entre risas y fragmentos de alegrías.
Pero nos equivocamos, creímos que todavía éramos niños,
cuando nuestras manos nacieron viejas de acuñar recuerdos.
El oráculo nos dijo:
Que aseguramos que nuestra piel no envejecería, alguna vez,
que seguiría aceptando la humedad de otros cuerpos.
Que nos adormeceríamos en regazos de mujeres plenas y eternas,
ilusionando su calor y una pasión enorme junto a ellas.
El oráculo nos dijo:
Que aún, no pudimos prenderle fuego al sol.
Que nuestra sonrisa brilla aún en diversos corazones.
Que todavía somos profetas que aman con demasiada fuerza.
Que aún nuestros caminos, están llenos de voces y palabras.



Imponderables cotidianos

          Recordé una vieja historia. Un hombre vuelve siempre de su jornada laboral por el mismo camino, vidrieras cotidianas, semáforos conocidos y parpadeantes de urgencias innombrables. Es la hora en que se atenúan los sonidos del orbe y las luces reducen su brillo y los bares se sacuden de clientes. Otro hombre, una borrosa figura en su memoria, lo llama siempre desde un callejón oscuro. El hombre de nuestro relato vacila y la seguridad del llamado tiende a paralizarlo, eterniza un momento terrible y logra al fin acercarlo a la grisácea forma de su interlocutor.
En ese cercano instante observa en el ceniciento rostro, un par de colmillos de plata, de una hermosura incomparable, tan atractivos como sedientos de sangre. Rápidamente el desconocido se quita los colmillos y guardándolos en una extraña cajita de madera oscura hace el gesto de entregarlos. Pero nuestro hombre no puede detener su marcha, imponderables cotidianos encausan nuevamente sus pasos hacia las lejanas luces del hogar y abandona todas las noches al otro, al que se sumerge nuevamente en las penumbras de los angostos espacios de la ciudad.
Desconozco por cuanto tiempo discurrieron estos encuentros, el devenir de otros años u otros hombres cambian tal vez el aspecto de esta narración que hoy evoco al saltar de ciudad en ciudad, o al involucrar al narrador como propio testigo de los alterados hechos en el comienzo de esta noche. Sin volver la vista, cabizbajo, apuré mis pasos para no sentirlo, para no verlo, aunque él, sonriente en su nocturnidad, musitara firmemente mi nombre desde el siniestro callejón.


Amanecer

Dulzura en el vaivén de las hojas.
Frescura sobre rostros de porcelana.
Sentir en la piel, el aire limpio,
acariciar los fuelles de la vida.

Silencio hechizado, de manos suaves.
Afonía de flores demasiado simples.
Desprender la fina y débil telaraña
que el sol torna en bordado de bronce.
Y desde una ventana incierta, sonreír,
rodar la mirada sobre sendas de vapor.
Recordar que hay ojos que nos miran,
que urgimos su tibieza y su nostalgia.

Dulzura sobre rostros de porcelana.
Frescura en el vaivén de las hojas.
Sentir los fuelles de la vida,
acariciar en la piel, el aire limpio.