26 julio 2014

Versión adulta del poema para Ismael: Gatos en la tarde (de la incomodidad de los silencios)

Soledad de gatos sin bigotes,
en el silencio rojo de la tarde.
Susurros de pequeñas ramas,
de árboles gigantes y callados.

            A mi derecha, una ventana de cristales limpios me dejaba entrever una pared de suave terminación, algo así como un viejo abanico japonés, una superficie manchada ex profeso en tonos verdes, anaranjados y ceniza. Escarbando en mi memoria me recordaba a un recodo del Viejo Río Amarillo, un tramo turbulento captado por un antiguo artista en donde solo se apreciaban los altos barrancos y las erosionadas piedras rechazando la espuma de unas olas sucias y pluviales. En un rincón de la escena, unos palisandros en flor y debajo de ellos un despeinado gato amarronado. Mi mirada se perdía en la escena recreada mientras el tiempo se me consumía en ese Cyber-Café, tenía tantas cosas que decirte y solo conseguía posar la mirada en una ventana, tenía tanto que aclararte y solo imaginaba gatos en la tarde.

Te hablaré de gatos nómades,
apreciando la brisa de la tarde.
Un bailoteo de hojas trémulas,
en nervaduras que tiñe el sol.

            Había reservado tiempo para dedicártelo y conversar tranquilos, acercar tus palabras a las mías, lo que significaba estar conectados mediante el mensajero, ya que tú estabas en una cercana ciudad y yo en un día de trabajo liviano, esos días posteriores a un feriado o a un domingo de fin de mes. Había regateado tiempo a iracundos relojes para compensarte por las anteriores mezquindades de mi poesía urbana. Supuse que ese esfuerzo retornaría a mí en forma de frases y sonrientes respuestas a tus interrogantes, no me percaté del lance cínico que me jugaba mi mirada, perdiéndose en lo inconmensurable de una ventana en el mes de abril.

Saludo a los gatos en la tarde,
les dejo largos bigotes nuevos.
Hojas caducas se desprenden,
y lentas caen hacia las raíces.

            Así transcurrió este minuto, esta hora vana, mi persona a través de la ventana mirando una pared y el árbol descascarado que en ella se apoyaba. Un gato de polvo y bronce recorrió el perfil de los ladrillos haciendo caso omiso de los abismos humanos vislumbrados. Pensé que debería haber sido un mono, para hacer justicia al escenario oriental imaginado, no un felino desganado por la calidez de la tarde despanzurrando con sus garras la corteza y desapareciendo como una ilusión de mis sentidos. Sabias de mis distracciones particulares y lo atribuiste a que extrañaba tu presencia, algo de eso enturbiaba mi mirada pero mi soledad hablaba solo de mi escape por una ventana y mi carencia de palabras era mi reflejo en el cristal, engañándome, haciéndome burla, para olvidar la terquedad de mis silencios.

Acaba aquí mi melopea de gatos,
voces aterciopeladas en la tarde.
Tu voz y la mía, no despertaran,
la vieja cadencia de las palabras.

            Cerré el mensajero, aleje mis manos del teclado. Lentamente retuve en mi paladar el gusto del último sorbo de café. Su amargura me reconfortaba, me hacía sentirme real al evadirme de un mundo de links y pestañas multicolores. A través de mi reflejo, de mi rostro deforme e inexpresivo, veo al gato sobre el árbol, mirando algo por encima de mí, dedicado a sus cuestiones superiores, tal vez un pájaro u un roedor. Quieto, ensimismado, ajeno a todo lo humano. Vuelvo de golpe a tus últimas palabras, quisiera encontrarles un sentido, materializar sendas o soluciones, pero también sabias de la incomodidad de los silencios, del instante en que ya las manos no quieren responder. Prometí escribir, como siempre, ignorando el artificio o la mentira para entregarte palabras verdaderas. Tú también habías abandonado el chat, quizás te aburrías y no sabías como decírmelo. Así somos, acaso, seres enfrentados por un ocaso de palabras.

Seremos los dos, arte sin hojas,
sin ruidos, la vida en un sueño,
estaremos quietos y adormecidos
como dioses gigantes y callados.


28 junio 2014

Crónica de hombres y noche

         La noche atesora, en su negro edificio, todas las formas para sí: cada partícula somnolienta de la atmósfera, cada movimiento y balanceo que las lentas sombras, sus insustanciales subordinadas, apenas nos dejan entrever. La noche también es dueña del búho, del perro y del grito, ya que ellos presienten en el silencio ese antiguo rito que precede al alarido. La noche, en su oficio, es también dueña de los hombres, su alimento predilecto, a los cuales viste de mortajas grises como una gigantesca araña, que los va atrapando en su insondable tela para devorarlos en el secreto olvido.
          Invisible hasta para sí misma, la negra noche, despliega su manto y cubre los confines que el hombre teme y desdibuja. La gigantesca noche escucha, siempre, extiende sus sentidos sobre un pequeño lugar del mundo, presta atención, apoya su codo sobre el horizonte y mira hacia la profundidad del alma de los seres incautos, dejando al descubierto sus miedos y sus casi olvidados y recurrentes sueños, los gritos de la niñez en duermevela, un dolor de dientes ancestral que no permite dormir. La noche misma teje su crónica, su tapiz de hombres y noche. La noche cuenta una historia que una y mil veces repetirá en trazos de ébano u oscuro polvo, el olvido.
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          La Banda, Santiago del Estero, ramal C-7 del Ferrocarril General Belgrano.
         ¿Cuántas veces, Cornelio Bass, pasaste frente a la solitaria estación que es una tachuela de zinc en tu trayecto? ¿Cuáles pensamientos se agolpan en tus sienes cada vez que, raudamente, corre ante ti el cartel amarillo y negro que nombra las paredes olvidadas por el tiempo? Tenías cuarenta años  de caminos y de vías cuando contemplaste por primera vez el polvoriento edificio y lo has observado mil veces y tal vez, mil más. El cartel, las maderas descascaradas, la pintura gris de obra, los tanques de agua, el viejo vagón abandonado en la enterrada vía paralela, la pirámide irregular y oxidada de rieles en descanso eterno y los sonidos: el crujido familiar de los viejos durmientes, dominio de la carcoma y su voraz tenacidad, y el lamento de los grandes clavos de hierro ¿No estás harto Cornelio Bass, de todo esto? ¿No estás cansado?
         Te preguntabas lo mismo esa noche, el viento roía suavemente tu piel curtida y envolvía tus pocos cabellos desordenados. No prestabas atención a los movimientos automáticos de tus manos conduciendo el carguero. El vaivén cansino de la lucha de los metales y el rezongar de los bogies remolcados contra el sendero imperturbable de hierro te sumía en la conocida somnolencia. Mirabas el paso de lo aromos que iluminaba el fanal de la inmensa locomotora Fiat-Transfer y te decías a ti mismo: ¡He visto un arbusto, dos, cien, ya no importa, ellos me han visto también, aunque soy uno y soy todos, como ellos, una filosofía de aromos y noche! ¡He pasado tantas veces en ambos sentidos, y deben estar tan cansados de mí como yo de ellos!
         ¿No es hora de que te detengas Cornelio Bass y digas adiós a este mundo de aromos? Estas viejo Cornelio y la noche ha comenzado a asustarte ¿Verdad? Conoces la respuesta, no la digas, el viento nocturno puede desplazarla en muchas direcciones y ella se enterará, viejo amigo, y te buscará. ¡Pero no te rías Cornelio! Sonrisa de enano, peor que carcajada de un coloso ¿Dónde leíste eso? Es de Hugo ¿Recuerdas? Lo sacaste del viejo libro que encontraste en los Talleres de Alta Córdoba, el libro te atrajo siempre porque su título era un número ¿Lo terminaste de leer? ¿O terminaste por ignorarlo y lo dejaste olvidado y roto en algún banco de estación? No entiendes aún el poder que vigila tus pasos, pequeño hombre. Arrastras tu vida con esfuerzo ¿O ella te arrastra a ti?
          Las dispersas y escasas luces de la estación te salieron al encuentro, te rodearon, te atrajeron como a un insecto alucinado. Hoy no pararías, no detendrías tu marcha, no lo habías hecho nunca. Disminuirías la velocidad del convoy por instinto y mirarías el cartel y esos terrenos áridos donde nunca pondrías un pie, solo recorrerías con la mirada cansada, como siempre, como ahora. Cada vagón visita por turno el viejo edificio de estilo inglés y luego se retira con quejas de metales torturados dando lugar a otro vagón, es un juego repetido incansables veces. Tu ayudante se asoma por la pequeña ventana y mira hacia atrás, hacia el furgón de cola, un viejo Brake Van británico, que en la noche parece como distante y difuminado, cuya única indicación de vida es la diminuta linterna verde que balancea el solitario guarda ya después de haber divisado la señal mecánica del solitario apeadero Antonio Talbot.
          Luz verde, eso significa vía libre para ti y tu seccionado gusano de treinta segmentos idénticos, y también para la noche que ahora devora en su negro atuendo, toda la longitud del carguero. Trasvasada la estación, la rutina retoma su presencia entre los hombres y sus miedos. El freno suelto, el acelerador ya en posición abierta. El monstruo metálico, el moderno dios trueno avanza confiado, los motores diésel ganan cada vez más velocidad, la tierra vibra y se desgrana. La brisa rápida los mece y los adormece en un sueño suave y extraño, lleno de recuerdos e historias mientras a sus pies el corazón de la máquina despliega su monótona vibración y calienta todos los metales.
        ¿Qué pensabas, Cornelio Bass, cuando sucedió lo insólito? Tal vez ya lo presentías, con ese conocimiento que algunos animales poseen y en la antigüedad nos legaron ¿Fue por eso que te despediste de tus amigos, uno por uno, y te quedaste mirándolos desde el andén? Quizás ¿Pero si lo sabías, porque elegiste la oscura noche, tan fría y solitaria como tú para olvidar, para alejarte? Solo tú conoces las respuestas.
          El faro delantero volvía a iluminar los eternos aromos y a los insectos rasantes que semejantes a estrellas fugaces van desapareciendo al paso del carguero. De pronto, él estaba allí. Y es casi seguro que tú lo viste primero, tu ayudante adormecido cabeceaba, conocías instintivamente el momento exacto en que aparecería. Aun así te sorprendiste y dejaste salir de tu boca un grito ahogado y sentiste el sabor de la saliva amarga. Echaste, como ordena el manual estoy seguro, el freno a fondo, con casi desesperación, apretando tus gastados dientes, con los ojos dilatados. La máquina acaso protestó como un animal antediluviano por la brusca desaceleración, todo el metal luchando intentando continuar su inercia, todas las calzas se cerraron aún más y los patines generaron un calor creciente al detener el movimiento de las ruedas de acero.
        Creo, estoy seguro, que pensaste que era muy tarde ya. Te habías demorado demasiado, tu movimiento había sido lento, letárgico, condenado al destiempo. El tren se había deslizado más allá del lugar en que vieras la fugaz figura. También pensaste que lo habías atropellado, tu corazón se encogió como un puño y el dolor te hizo tambalear sobre el piso metálico de la locomotora. Y a la luz mortecina de la cálida cabina dejaste escapar el ahogado grito del reconocimiento, cuando observaste los largos cabellos del niño, su vestido de noche y el lienzo blanco agitándose frente a ti. Viste sus ojos y en ellos la misma emoción de los tuyos, el mismo estremecimiento.
         ¿Por qué estabas, a pesar del delirio, tan contento? ¿Por qué abriste la pequeña puerta de acero y vidrio de la locomotora Transfer y te lanzaste decidido a la los elementos de la noche fría? Tus exiguos pasos de hombre cualquiera tomaron la dirección del niño que tenue y flotante comenzó también a alejarse. El faro delantero, penetrante en la oscuridad, te siguió con su ojo blanco Cornelio, hasta que tus ropas grises se perdieron en la noche. Mientras, tu ayudante salía de su estupor y te llamaba, te pedía llorando que volvieras, pateaba la tierra al costado de los durmientes, se estrujaba las manos. Pero tú no oías Cornelio Bass, estabas lejos ya, o quizás no tanto, solo lejos de los hombres y de las máquinas. Te habías ya inmerso en un mundo de sonrisas, niños y sombras, y continuabas caminando, lo hiciste durante toda la noche y al amanecer el paisaje ya era otro, maravillosamente otro. Entre los rieles, solo quedaban las huellas del hombre que temía a la noche y que al despuntar el alba comenzaron a disolverse en el entretejido de las pasturas y el rocío de este mundo.
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24 junio 2014

Una historia para Antoine

               No siempre fue todo tan simple como ahora, hubo momentos de fiebre y de vértigo, pero esta pequeña playa, las rocas y la cueva que me enuncia su ojo cíclope desde el acantilado no generan los suficientes eventos como para pensar que los días siguientes pueden ser diferentes al de ayer o a la calma que reina en este mediodía. Salvo las tormentas, pero ese es un prodigio horroroso en el cual hoy no quiero pensar y que escapaba a mis fuerzas, son designios de un dios iracundo y desconocido. Estoy sentado en una pequeña playa de arena blanca, rocas blancas también se elevan hacia un cielo azul limpísimo. Es ese cielo el que miro con interés, escudriñando, sonsacándole quizás uno o dos secretos, un cielo, por ahora, vacío y solo mío. El sol casi en la vertical de mi posición, emite su bostezo cálido sobre la isla y sobre el mar.

Antoine despega del aeropuerto del Borgo, en la bella isla de Córcega, convertida en bastión de los Aliados contra las fuerzas alemanas en Italia. Despega temprano, un asistente le ayuda a colocarse el traje para grandes altitudes, sus miembros acusan la fatiga de los años y los accidentes. Comprobado el uso del laringófono, chequeados los instrumentos, Antoine se lanza a los cielos del Mediterráneo, al poco tiempo ya sobrevuela la costa francesa, territorio que conoce como la palma de su mano. La hora del regreso está programada para las 12:35, es el tiempo máximo que el combustible de los tanques le otorga, ni un minuto más.

En el profundo desierto africano, frente a hogueras de hombres con ojos relucientes, he dicho: que somos dioses imperfectos, de suave carne y que buscamos crear un hombre perfecto con la vieja arcilla y llamarlo dios. He dicho que somos profetas locos, en agónica cordura y que lloramos porque hemos perdido jugando con el viento el color de la lluvia. Pero los hombres del desierto me entregaban su mirada distante, su realismo perpetuo, el Sahara era un grito de arena y sed, nada sabían de las tonalidades del barro o del color del agua, si conocían al viento por su nombre, el Simún, el de venenoso aliento. He dicho también, que somos sueños de un duende ciego y perverso llamado historia, llamado grito, pero el día siguiente es el hoy que ayer, será mañana y que ahora ya es pasado, es el olvido, es la clepsidra ambiciosa del tiempo. He deambulado estas palabras más tiempo del que debiera y han producido llagas en mi boca y en mis sueños. Mis labios se posaron un día sobre un pliegue del tiempo y camine mil libros hasta comprender la levedad de los sueños del hombre.

Antoine confía en su avión, ha aprendido a escucharlo y a valorarlo, sabe que no lleva armas, solo está provisto de cámaras, agudos ojos de vidrio que contemplaran las cotas y los terrenos solicitados por el Comandante. La carencia de armamento aligera su nave, lo hace grácil y rápido. El Lightning es un buen producto de la americana Lockheed, y al igual que el mismo Antoine, es un veterano ya en ese verano del ’44 y el aluminio del fuselaje tiene ya su castigo. Antoine sobrevuela los Alpes en las cercanías de Grenoble y corrige su rumbo y sus objetivos sobre la Francia ocupada.

No sé qué hago aquí. Identifico vagamente una morfología de isla mediterránea y recuerdo, de una manera culpable, que me han ayudado a ponerme el traje de piloto. De pronto me doy cuenta que estoy mirando mis manos, y que estas también son instrumentos, como los de tantas máquinas que he manipulado. Siempre he tenido facilidad y habilidad para la mecánica. Mis dedos siempre han graduado diales y palancas, y estos a su vez también son los diales y palancas de mi cuerpo, son los aparejos de mi sangre, las poleas de mi temperamento. Tengo frente a mi unos endebles instrumentos de cuarenta y cuatro años, compuestos de carne, tendones y huesos, tan perfectos que hasta les desconozco algunas funciones, como la de cortarme levemente al afeitarme o al mal peinar mi corto pelo encanecido. No dudo del gobierno de mis miembros, desconfío si, del chasis que los contiene, y del mecanismo que los alimenta.

Sobre la Bahía de Carqueiranne cerca de Tolón, Antoine reduce gases y pierde altitud, deja atrás las estelas dobles, las babas del diablo que persiguen los artilleros alemanes. Debería seguir por sobre los 10000 metros, pero Antoine decide descender, recuerda por un momento el vuelo aquel sobre Turín, también por debajo de las cotas de reconocimiento, en vuelo de regreso, cuando dos aparatos alemanes lo centraron entre sus líneas de fuego. Sorprendidos tal vez por lo errático del vuelo de Antoine no disparan. Antoine enajenado, continúa, sonríe, los observa marcharse por el espejo retrovisor.

No he sido un piloto – Me lo digo a mi mismo – Sino más bien, un administrativo, fatigando palabras sobre órdenes y papeles con membretes. Me he pasado estos últimos años escribiendo informes. Informes para el Comandante, informes para el Estado Mayor, informes sobre el Observador e informes sobre el Ametrallador. Podría llenar un hangar de archivadores repletos, una inmensa biblioteca de términos técnicos y ambiciosos, podría cubrir las alas de todos los aviones de Francia con los informes de suministros. He redactado con letra temblorosa por las vibraciones del timón de cola: memos, planillas de repuestos, listados de cojinetes, verificaciones de cubos de hélices, niveles de aceites, cintas de municiones, carretes de fotografía. He dictado partes, “meteos”, estadísticas que mal empleó el régimen de Vichy, detalladas cartografías que, si entendieron los generales aliados. También he redactado disculpas, quejas, cartas a viudas, a amantes y a amigos maravillosos que he perdido en el tiempo.
           
            Antoine imaginó una rosa, amo una rosa, habló con una rosa. Trató de entenderla como se entienden los mandos de un avión, tironeando primero, tomando posesión después. Tarde comprendió que no se puede atesorar la rosa en una caja de cristal, sin marchitarse, sin perder su esencia de rosa, como tampoco un avión puede volar eternamente aprisionado en un firmamento acotado por la guerra. Se acaban los rollos de fotografía, se acaban las municiones, se termina el combustible y se termina el tiempo. El tiempo de la rosa también marchita, su ciclo se hace áspero, luego se asfixia, y finalmente muere.

Será hoy, por la tarde, en horas del calor soportable, cuando nos encontremos en el sitio acostumbrado, en la mesa de siempre, aquí en Buenos Aires. Será hoy cuando tú me mires y sin palabras reclames los besos que te adeuda mi persona, los besos invariablemente tuyos. Seguro vacilas entre contarme tus experiencias del día o aprovecharte de mis silencios para robar la tibieza de mis labios, una complicidad que me gusta sobremanera. Aprenderé contigo que la paciencia es la mejor moneda para no precipitarnos en un mar de arena y que nuestras manos son espejos de olas que acarician playas somnolientas. Recordare que tu misterio de mujer me envuelve siempre, como la noche que me rodea durante mis nocturnos vuelos y supera todos mis sentidos, y que mis explicaciones para tu asombro de sonreír sin motivo son menos valederas que mi osadía de comprenderte. Recuerdo siempre el “Sí” que me diste en pleno giro, en pleno rizo, por eso Sudamérica es para mí tan entrañable. Cumpliré con prontitud mi promesa de un abrazo protector y las miradas encendidas sobre tu piel, llevo siempre conmigo la pulsera de plata con nuestros nombres grabados, nunca me separaría de ella, nunca. Entonces, será hoy, en este mediodía, en la hora de la agonía plácida de los elementos, cuando alce mis ojos frente a tu recuerdo y brinde por ti. Será hoy cuando tú me asombres con un nuevo dilema y las preguntas queden sin responder y yo solo piense en un beso o una rosa.

Antoine sobrevuela una costa conocida, podría para sus habitados recuerdos igualarse a la de Túnez, a la de Trelew en la Patagonia Argentina o el litoral de Saigón, pero es la costa de Marsella, y frente a él ahora, el Archipiélago de Frioul. Continúa descendiendo, debajo de los 1000 metros, a los lejos alcanza a divisar espolón rocoso que es el Castillo de If, la isla prisión que Dumas cerró en torno a su Edmundo Dantes y donde recaló el malogrado Rinoceronte de Durero. Antoine vuela más bajo aún, el día es tan maravilloso ¿Cómo no aprovecharlo? Frente a él una isla, una ensenada pequeña entre promontorios blancos, Riou.

Miro instintivamente hacia la cueva y me parece ver un niño de pie en la entrada desdibujada, un pequeño rey de oro con una capa azul. Sé que a este personaje yo lo he soñado anteriormente, lo soñé en el ´42 en Manhattan o en Long Island y lo soñé también cuando era yo un niño, me invade una pesada melancolía, un leve dolor en el pecho, como si los correajes del traje me apretaran demasiado y me tironearan hacia atrás, y también el recuerdo de otros niños jugando a la par mía en un lugar llamado Lyon, que se me antoja muy distante. Parpadeo, como para despertar de un sueño y el pequeño príncipe desaparece como un cometa en el cielo, he quedado ahora, inmensamente solo. Recorro el horizonte y veo un punto que se acerca desde una isla lejana. Mi mirada acostumbrada a identificar objetivos me dice que es un bimotor americano, volando muy bajo, a pesar de la distancia lo escucho muy fuerte y diviso su cabina brillando al sol, destellos de plata sobre el horizonte. Desciende aún más y distingo los emblemas de mi Francia en las puntas de sus alas. De pronto veo dos pájaros negros descolgarse desde el sol, cazas alemanes en picado, y yo he quedado paralizado, no puedo advertirle, no puedo gritar. Escucho entre la cacofonía de los motores el ametrallamiento al que es sometido el francés y de golpe los disparos cesan, algo milagroso ha ocurrido, lo intuyo, quizás el imposible de que se atascaran a un tiempo todas las ametralladoras. Los alemanes lo persiguen por un momento y retornan hacia la costa. El avión del francés no ha sido alcanzado por los disparos, sin embargo cae, cae y yo no puedo gritarle.

Es 31 de julio de 1944, Antoine lo lleva anotado en la pizarra que apoya en su muslo y que está unida a su chaqueta de vuelo. El Lightning ronronea quedamente mientras Antoine estira los músculos cansados del cuello. Mira el reloj en su muñeca, su viejo compañero, sabe que es hora ya de volver a Córcega, pero hoy no, quizás vuele un poco más. En la costa que ya avizora ve la pequeña silueta de un hombre sentado, envidia su aparente tranquilidad, envidia la pequeña y solitaria playa, desearía ser dueño de una isla así. Empuja, aleja los mandos de su cuerpo, estira los brazos, los hombros se distienden aliviados. Antoine escucha un tableteo sobre las alas, no se preocupa, los motores siguen bien. Siente una tranquilidad que le gana los miembros y se deja caer, mira el mar, el bello mar y sonríe, como aquella vez.

Muchas veces he dicho, que somos fuego en el horizonte, como el sol del verano, somos llama solitaria y carente de sonidos. Construimos refugios bajo el sol porque no podemos habitar en él ni caminar suavemente en el rojo de su aurora. Soñamos con cometas, planetas distantes, pero ignoramos que cada persona es un planetoide particular, algunos poblados de una única rosa, otros surcados por profundas raíces de baobabs. Y he dicho que somos esclavos del pensamiento, del dolor, simplemente caminar por el desierto bajo otro sol y acariciar la arena con manos desnudas, es volar, volar sin alas y caer, precipitarse a la realidad y lastimarse mucho, como nosotros, como tú y yo, como verdaderos dioses olvidados sobre el horizonte.


30 mayo 2014

Barbad, Rey de los Juglares

En el mediodía del siglo XI, el poeta persa Fakhruddin As'ad Gurgani afirma categórico, que aunque un mito puede ser dulce y excelente, puede ser siempre mejorado con la rima y la métrica, aplicándose a su estudio. Hacía referencia estricta a los juglares persas de la hegemonía sasánida que hermanaban el arte oral de contar historias con la composición de melodías medidas y exquisitas.
Los gobernadores del vasto Imperio Persa, crueles en la batalla y en la conquista, exaltadores de los hechos de la sangre, y sin embargo sensibles a lo imperecedero de la eternidad, prestaron merecida atención y mecenazgo a todas las artes musicales y en especial a los poetas juglares que narraban sus gestas heroicas acompañados por los delicadas e intrincadas labores de sus instrumentos.
El músico Bardad, un miembro menor del séquito de la corte del sasánida Cosroes II, en la segunda década del siglo VII, decide alcanzar la mayor aspiración de un juglar, ser el predilecto del rey, tarea no exenta de esfuerzos e ingratitudes. Desafía a Sarkash, el superior de la corte y miembro de la misma etnia religiosa (cristianos nestorianos) que Shirin, la esposa del rey y es expulsado. Congracia o soborna al jardinero real para introducirse en sus jardines en espera del paseo del soberano y se oculta en la copa de un árbol, su voz maravilla al rey y encanta a las aves.
Es así, como el músico sasánida se mimetiza en los jardines exóticos de Palacio y canta con la locución más bella que el Imperio Persa haya escuchado. El rey de las aves, el Simurgh, que es a la vez uno y todas las aves, se ruboriza al escucharlo. Sus melodías unifican la épica de los jinetes del desierto junto a los cotilleos y venganzas populares en los insidiosos salones de la Corte. Su verso se torna famoso e inolvidable. El sonido único de su laúd tejería leyendas entre los parsis.
Vestido completamente de verde, su laúd de madera de mora también verde, Barbad, juglar de la corte del rey Cosroes II, logra de esta manera convertirse en “Rey de los Juglares”. El soberano le promete todas las piedras preciosas que quepan en su boca y en sus manos.           En no pocos suscita, tal vez, terribles envidias. El gremio de los juglares es poderoso y hábil en tejemanejes y traiciones. Los chismes del séquito y las novedades eran su moneda de intercambio. Barbad, seguro en su arte, sobrevive a más de un complot y esquiva difamaciones y rivalidades.
Los desafíos son una constante, Bamshad (músico del amanecer), Ramtin y Nagisa (maestra de arpistas) son los adversarios ante los cuales sale airoso Barbad. Todos ellos también adquirieron renombre en el antiguo Irán. Muere Shabdiz, el caballo predilecto del rey, y Barbad, a riesgo de su vida, evitando la ejecución como mensajero de nefastas noticias, interpreta la melodía más melancólica que oyera la historia de Persia, enmudece la corte, Cosroes ensombrece su rostro y pregunta: "¿Es que Shabdiz ha muerto?". Barbad inmediatamente contesta: "¡Eso es lo que dice usted, Rey de Reyes!".
El calendario persa, herencia de los antiguos caldeos, poseía un año básico de trescientos sesenta días, para cada uno de los cuales Barbad compuso una única e inimitable melodía, creando así toda una teoría musical que perduró por siglos en las regiones de la Grande Siria, las llanuras del Elam o el Irán. Estos fueron hechos que acontecieron cuando aún la ciudad sagrada de Bagdad era un camino áspero a la vera del Tigris primigenio y la antigua Babilonia solo ruinas y polvo.
Cuenta la leyenda que al morir el Rey Cosroes, en Palacio, en la capital del Imperio, Ctesifonte, en el mes último del almanaque persa cuyo nombre es Esfand, ejecutado bajo la forma imperante en la época que era la muerte lenta por certeras flechas, Barbad, inconsolable, mutiló sus manos y quemó sus instrumentos, por devoción y respeto al soberano, su amado mecenas, y que las fuentes de todos los jardines de Persia rezumaron tintes verdes por cuarenta días y ninguna noche.


28 mayo 2014

Pigmalión y Galatea

         ¿Quién no comienza a enamorarse de su propia obra? ¿Quién no sucumbe al río impetuoso y quizás turbio de las vanidades? ¿Quién no contempla la belleza de lo que vislumbra primero como un significado y acaba conviertiendose en objeto de sus pasiones? Construir un mito, empezar a dar forma a una leyenda, las claves de la interpretación de lo que surge para conformar una historia atemporal y el atisbo de un camino de anhelos y señales, quizás, compartidas.
Pigmalión, el célebre cretense, harto de mujeres anheladas y frustrado de inútiles búsquedas sociales, soñó un día con la escultura perfecta en delicados y exactos rasgos, que luego con el paso de los años y las labores, concretaría en el blanco marfil y en la soledad de su taller. Pigmalión, cansado de ausencias, se enamoró de su obra, porque ella tenía todo de sí mismo, era una prolongación de sus deseos y una extensión de su cordura, necesitaba creer en esa estatua para dar crédito a su osadía de engendrar lo más bello en ínfimos detalles.
Pigmalión dio nombre a su creatura, un nom de guerre que nunca sabremos, de otros artífices desconocidos nos llega el nombre marino, Galatea, y el arrebato de amor de una noche descabellada, el beso imprudente en los marmóreos labios, sopesando la frialdad del objeto. Lo sorprende la tibieza del marfil, lo fascina la tersura de una piel que es como la arcilla fresca del alfarero. Afrodita, la enamorada moradora de los olímpicos palacios, consintió esa unión inverosímil y otorgo vida a la terrenal estatua, poniendo fin a los días aciagos y vacíos de Pigmalión y concediéndoles a ambos una felicidad eterna.
El artista - mi yo creador - otorgó deiforme aspecto al talle y a la sonrisa de la muchacha, mi modelo, fue ese, el primer minuto de mi caída, donde dieron comienzo mis razones para conformarla a mi gusto y semejanza. Tarde, muy tarde luego, tropezarían mis errores uno a uno, soñaría sus mismas palabras y despertaría sobresaltado sin la huella de su nariz en mis almohadas o su figura reflejada en mi ventana. Ella fue mi proyección de lo mas deseado, fue mis miembros extendiéndose y multiplicándose en una sola forma, su cuerpo imaginado, una y mil veces en eléctricos momentos.
Este sueño mío, que también es un mito, es demasiado bello, es ambiguo, es baladí. Se asemeja más a la continuidad del sueño de Pigmalión que a la realidad del descubrimiento del mundo por parte de los ojos de Galatea, ella también tendría sueños a partir de su génesis como tentación de la carne, ella descubriría un entorno que iría alejando su brazo de Pigmalión y poblaría sus noches de otras voces. Solo aislándola a los ojos de todos, lograría el cretense su propósito egoísta, su felicidad mataría la historia de Galatea, su desarrollo como forma.
El interesado fin de Pigmalión, la posesión de la más bella estatua, mataría toda la personalidad de esta, como luego la Galatea real, sustancia de Afrodita,  sucumbiría a la sombra impresionante de su creador. Yo tampoco pretendía un amor confinado a una caja de cristal. Pero el derecho de conservar, de atesorar, de proteger se confundiría en mis horas grises con un grito de posesión.
El artista que habita en mí - mi yo no asumido frente a públicas miradas - se enamoró de la muchacha de marfil, su piel me rebelaba el brillo y la ondulación de la arena, sus cabellos replicaban la veta del elemento y la ondulación de la arista desbastada. La forme a imagen de la figura yacente en mis sueños, le entregué la perfección creíble en ellos, la belleza acumulada por mis ojos a lo largo de los años, y la forjé callada y dulce como una flor extraña en un jardín sencillo, sin saber que era un ser común pugnando por florecer en un mundo igual al mío.
Desperté una mañana y mi atelier era otro, más antiguo, menos ordenado, mas primigenio, en la ventana cantaba el pájaro de las indecisiones, el mirlo políglota del griego. Sobre mi mesa, vino oscuro de Creta en una cratera fenicia, en un trípode bajo algunas olivas y queso. A mi alrededor bustos incompletos, faunos de rostro calcáreo, pies sin dedos de apolíneos atletas, vides de mármol. En el pedestal una estatua, y ella en mi sueño, porque yo había soñado que despertaba, era tan hermosa como ella, y yo era un hombre maduro y ciego de amores.
Ella abrió los ojos y miró en derredor abarcándome a mí, a su pedestal doméstico y más allá el territorio que deslumbraban sus hermosas pupilas, su asombro y curiosidad la impulsaron lejos de mi abrazo de héroe antiguo, de mi mitología de vanidades. Pero mi nombre no era Pigmalión ¿Su nombre? Se llamaba Alicia, como la otra, también soñada por el diacono británico, una modelo de agencia. No pude, no insistí en retenerla. La muchacha caminó lentamente hacia la puerta del atelier, esbozo un saludo a mi solitaria perplejidad y parpadeo sonriente al nuevo sol, que para ella, comenzaba a mostrar sus colores verdaderos.
Desde la entrada me llegaron los modernos sonidos del orbe, los relinchos del metal, el pulso de lo mecánico. Luego la puerta se cerró, tomé arcilla fresca entre mis dedos y volví a soñar.


26 mayo 2014

El sueño de Príamo

Príamo, rey de Troya, duerme cerca de la tienda del pélida Aquiles. Príamo tiene un sueño inquieto, a sus pies también se acurrucan los miembros flacos del anciano Ideo, el viejo vocero de la corte. Es noche cerrada sobre el recinto de naves aqueas, hogueras bien alimentadas, leña de la cual carecen los troyanos, alejan el frío de los cuerpos, no lejos de allí, guerreros terribles restañan heridas y soportan dolores horrendos.
Príamo, decíamos, tiene un sueño, el cansancio de la duermevela de los últimos días ha agotado su cuerpo. En su sueño observa, no sin sorpresa, que en la boca abierta de ciertos dioses futuros habita aún la palabra “Troya” y que en extraños pergaminos y libros perduran los nombres inmortales de Áyax el Grande, Helena y Paris, Odiseo o Agamenón entre otros no menos sustanciales. Se regocija en el sabor grato que es escuchar aún el nombre de su hijo Héctor, el más valiente entre los aqueos.
En su sueño esos dioses ven en su padecer hechos quizás históricos, desligados del mito, ignorando que toda  mitología es real porque sojuzga la acción y el pensamiento de hombres más verdaderos, tal vez menos actuados, que los declarados de las enciclopedias o los manuales de historia. La muerte de su hijo siempre fue real, como los versos que en su sueño un aedo ciego comienza a declamar.
De los hechos de la materia de Troya, nada más conmovedor y trágico que la humillación de un padre, y por destino rey, al rescatar el cuerpo de su hijo muerto en combate de manos de un enemigo impredecible. Más de nueve años han trascurrido de escaramuzas entre aqueos de largas grebas y troyanos. Combates no desprovistos de belleza, buenas artes de golpes, fintas y espadas, carnicerías que inclinaron la balanza ora en un lado olímpico, ora en otro, terrenal. Pestes que asolaron campamentos, el Escamandro cubierto de cadáveres cercenados por el pélida. Hechos álgidos pero no menos caros que la hambruna o el esclavismo.
Príamo aún tiene estiércol en las enflaquecidas manos y cenizas en su cano pelo, su larga barba, otrora espuma del mar, luce hirsuta y ennegrecida de polvo y lágrimas. Ya no es igual a un dios, como cantaron los aedos, más bien es un despojo arrojado desde las murallas troyanas. Ha abrazado las rodillas del asesino y compartido el llanto, ha llevado a su divina boca seca y llagada, las manos encallecidas del matador de hombres, ha sentido un miedo que no es de este mundo. Príamo ha venido en busca del cadáver de su hijo, junto a su heraldo ha atravesado la llanura erizada de argivos, como un ladrón en la noche, o como si fueran viejas y oscuras plañideras, nadie ha osado mirarlos.
Se prefigura un drama secreto en la tienda del héroe aqueo, como el de Guayaquil o el orquestado entre las sombras furtivas de Barranca Yaco, donde Santos Pérez cometió el ultraje cobarde del cuerpo de un General valiente. Como aquel, ni siquiera los dioses fueron testigos, solo los tres hombres sabrán de las palabras allí pronunciadas. Solo el viejo heraldo, quizás mudo, tal vez ciego, posiblemente solo muy viejo y también sordo, que de esas soledades y tristezas, como único testigo, sobrevive.
Mezquinos datos aporta la historia sobre el anciano vocero, tal vez y como espectador de primera mano, su nombre fuera otro, tal vez Homero, ya que los hombres que no estaban hechos a la guerra eran destinados a la poesía, o a la memoria. De los tres personajes solo uno tiene más de real que los otros dos, a estos otros los animan dioses estéticos e indolentes. Pocos días faltan, doce a lo sumo, para que el gran Aquiles por las flechas de Paris, el de hermosa estampa, sea muerto y a la vez su único hijo Neoptólemo, conocedor de las habitaciones del célebre caballo de madera, diera muerte al rey de Troya en las oscuridades de Palacio.
En el suelo de la tienda, el rescate de un muerto, peplos de las mejores lanas de Ática, mantos, pieles de seleccionadas cabras, túnicas de Esciro, trípodes bellamente labrados, doce de cada uno que es el número sagrado de Casandra y el número mágico que gobierna los cuerpos celestes en las antiguas astronomías, también lo enunciarán las doce Tribus, los doce dioses de Platón o la docena de nombres atribuidos a Odín. En metálico, solo diez talentos de oro, una fortuna para un soldado y también la legendaria copa de Tracia, que fuera el orgullo del Dardánida en el extranjero.
La cena, oveja sazonada al estilo de Ítaca y pan. Aquiles sabe que las vicisitudes de la guerra imperan mejor sobre un estómago lleno, ya que en esos días, el instante siguiente, puede ser el ulterior y definitivo. Es una cena y un homenaje, al gran Héctor, domador de caballos y al mirmidón Patroclo que también los amaba. De haberse conocido en un escenario distinto, ambos héroes hubieran hablado con entendimiento de armas excelentes y de cuadrigas.
Doce días el incorrupto cuerpo resiste los vejámenes del pélida. En el rosado amanecer que toca en suerte desde el Egeo, Aquiles inicia cada jornada arrastrando el despojo de Héctor por tres veces alrededor del túmulo de su amigo Patroclo. Ni la ciega larva ni los humores pútridos habitan o hacen edificio en el domador de caballos. La tienda solo huele a madera de abeto, los cueros engrasados con pez y la acidez de los orines del bronce. Lavado con indiferencia, ungido en aceites carísimos por orden de Aquiles, una mortaja impecable envuelve ahora a Héctor en el exterior de la tienda.
El pélida habla en voz baja con su amigo muerto. Sostiene un diálogo que raya la locura y los sentimientos. Patroclo, seguramente, aceptará estas ofrendas y las lágrimas del pélida. En la llanura, a sus espaldas, los cadáveres alimentan los gusanos. Sabe, intuye, que Príamo hará los honores al amado Héctor pero al duodécimo día peleará. Troya, según los vaticinios, que son muchos, caerá. Aquiles también discierne que su vida ha de ser breve, ningún semidiós muere de viejo, ningún guerrero de su talla llegará a ser rey o apacentará ovejas en las islas del Thálassa.
Han pernoctado, Príamo e Ideo, fuera de la tienda, tal vez bajo los carros, con abrigos provistos por el aqueo. Príamo ha tenido un sueño desprovisto de tiempo. Ha visto dioses del futuro preguntándose por el color de los cabellos de Helena, el motivo o la excusa para la movilización de mil naves, o por la cólera del pélida. Historiadores de ese futuro, creerán que un aedo ciego ha soñado, cuando lo que importa más allá del soñador y del sueño, es el soñar. De la Barca adujo con sabiduría “que toda la vida es un sueño” y luego afirmó con la maestría de los que no dan importancia a algo porque lo han vivido todo, “y los sueños, sueños son.”
En la lejanía de unas murallas que ya acaricia el alba, Hécuba, la segunda esposa de Príamo, llora un hijo que era como un dios en la batalla y llora un rey que ya cree muerto a manos del homicida argivo. Nada sabe del respeto que los dos hombres se han tenido, señores de la guerra que han cruzado sus lágrimas de duelo. Tampoco sabrá del temor último de Príamo y de su heraldo  y de la carrera por el campamento aqueo donde ningún durmiente de largas grebas despertó.


19 mayo 2014

Odiseo y Circe

Odiseo nunca quiso abandonar a Circe, Odiseo amaba a Circe. En esos dominios hechizados, parajes de la mítica Eea que la maga pobló de animales a su antojo (bestias que desprovistas de su cárcel humana serian totalmente amistosas), el héroe, no sin culpa, tal vez fue un hombre feliz. El canto del aedo ciego inventa o afirma otras teorías.
En su deambular por las vastas arboledas de la isla, entreviendo quizás desde el monte o desde un frágil puente, la mansión de piedra que fuera palacio y cubil de la diosa y también osera de mansas bestias; Odiseo tuvo tiempo de pensar y reconsiderar, su corazón no pocas veces habrá lanzado un largo suspiro.
Ítaca estaba lejos, sus riquezas, sus pastos mansos un recuerdo dorado; más cerca estaba Capri (en la que habitaron gigantes) o Lípari (las islas de los vientos) El laertíada conocía como la palma de su mano esas provincias bien administradas. Años de travesías encallecerían su piel y su ingenio, el Mediterráneo entero no le fue desconocido. En esas lejanías y soledades, Penélope también fue una isla.
Poetas mayores y menores consideraron de Ítaca, un hogar, un puerto, la isla en cuya bahía dormían seguras y tranquilas, naves de roja proa, sin embargo fue un poeta ciego el que dijo, que la isla era una belleza al atardecer, una ironía. Tierra rica, Ítaca, en bosques y alimentos, también en hombres de mar, símbolo del retorno del héroe tras los diez largos años del sitio cruento de las crónicas.
Troya, para Odiseo, fue y será, un canto de guerreros llenos de cicatrices y las payasadas de un tal Aquiles que se le acercó no pocas veces como amigo. Helena, como muchas mujeres, una motivación y una incógnita. Héctor y Paris, los peones de un tablero de ajedrez que les resultaba extraño, el primero sabía que esa guerra no era la suya, solo una escaramuza de egos y de dioses, y estos exigían sacrificios. El caballo de madera, solo una alegoría de que no existen las cosas imposibles o las ciudadelas totalmente inexpugnables, quizás una picardía que terminó siendo edificio u hoguera.
Penélope no es Circe. Circe logra con encantamientos y experiencia lo que los cosméticos de Esciro (que llevarían al pélida a la guerra) o las mieles de Creta no logran. Penélope en cambio, para la cual veinte años de espera ya pesan demasiado, harta de pretendientes, también opta por la soledad y las labores. Ha encanecido y los largos paseos por las faldas del monte Nérito sellan su corazón; su vista a agotado los horizontes marinos; quizás Odiseo nunca regrese, se interroga o se contesta.
Circe no descubrió la parte animal del Rey de Ítaca, más seguro es, que atisbara el corazón endurecido o las viejas suturas de su cuerpo tras una noche de libaciones y canticos hipnóticos. Circe nada sabe de triángulos amorosos, solo toma lo que el Thalassa le trae a sus costas, Penélope sospecharía de sirenas y otras féminas, el cuerpo también es una moneda de intercambio en el Mediterráneo. Circe, como mujer tenía los instrumentos, como hechicera, la carencia de un hombre de la talla de Odiseo. Circe miró el pozo de su alma, y vio un maduro rey inquieto.
Las flechas y el arco (regalo de Ífito, el argonauta) tuvieron su patina de abandono y el interés de los orines del bronce, la cuerda de tendones seguramente fue ajustada las primeras semanas, luego, lentamente, fue olvidada. Nada había en la isla que las mansas bestias no consiguieran para el sostén de la mesa o las labores. Las armas todas, terminaron herrumbradas en una habitación vacía o un taller dedicado al informe Hefesto. Los navegantes encontraron la paz y un sopor que les fue grato y como resultado de esa abundancia y el descanso, se afincaron.
Seguramente Odiseo y no la maga, optó por hacer durar un año la estadía. Hesíodo y Xenágoras afirman que de dicha unión carnal los frutos fueron tres niños, lo que nos habla de que la permanencia fue ciertamente más prolongada y los amores más sinceros. De Penélope, en Ítaca, el canto nos cuenta una historia distinta, la que llega hasta nuestros días, seguramente en vida, ignoró la mayoría de las aventuras del héroe.
Otras teogonías cuentan versiones más de novela o policial negro, distanciadas muchos años del día aquel, en que con el sol del Mediterráneo brillando sobre los aparejos del barco que jamás tuvo un nombre, Odiseo, al avistar la isla de la maga ordena echar el ancla y descender. Su corazón cansado ya le decía que toda espera merece la pena, toda maduración de un momento lo alejaba de las Moiras, del destino; El héroe sabia, que una mujer primero muestra sus armas (en este caso la mitad de la tripulación fue bestializada) y luego invita a su cálido lecho. Solo más tarde en la comunión de las soledades y los relatos (sobre esto también ejercería su sabiduría Sherezade), surgiría el amor.