No siempre fue todo tan simple como ahora, hubo momentos de fiebre y de
vértigo, pero esta pequeña playa, las rocas y la cueva que me enuncia su ojo
cíclope desde el acantilado no generan los suficientes eventos como para pensar
que los días siguientes pueden ser diferentes al de ayer o a la calma que reina
en este mediodía. Salvo las tormentas, pero ese es un prodigio horroroso en el
cual hoy no quiero pensar y que escapaba a mis fuerzas, son designios de un
dios iracundo y desconocido. Estoy sentado en una pequeña playa de arena
blanca, rocas blancas también se elevan hacia un cielo azul limpísimo. Es ese
cielo el que miro con interés, escudriñando, sonsacándole quizás uno o dos
secretos, un cielo, por ahora, vacío y solo mío. El sol casi en la vertical de
mi posición, emite su bostezo cálido sobre la isla y sobre el mar.
Antoine despega del
aeropuerto del Borgo, en la bella isla de Córcega, convertida en bastión de los
Aliados contra las fuerzas alemanas en Italia. Despega temprano, un asistente
le ayuda a colocarse el traje para grandes altitudes, sus miembros acusan la
fatiga de los años y los accidentes. Comprobado el uso del laringófono,
chequeados los instrumentos, Antoine se lanza a los cielos del Mediterráneo, al
poco tiempo ya sobrevuela la costa francesa, territorio que conoce como la
palma de su mano. La hora del regreso está programada para las 12:35, es el
tiempo máximo que el combustible de los tanques le otorga, ni un minuto más.
En el profundo desierto africano, frente a hogueras de hombres con ojos
relucientes, he dicho: que somos dioses imperfectos, de suave carne y que
buscamos crear un hombre perfecto con la vieja arcilla y llamarlo dios. He
dicho que somos profetas locos, en agónica cordura y que lloramos porque hemos
perdido jugando con el viento el color de la lluvia. Pero los hombres del
desierto me entregaban su mirada distante, su realismo perpetuo, el Sahara era
un grito de arena y sed, nada sabían de las tonalidades del barro o del color
del agua, si conocían al viento por su nombre, el Simún, el de venenoso
aliento. He dicho también, que somos sueños de un duende ciego y perverso
llamado historia, llamado grito, pero el día siguiente es el hoy que ayer, será
mañana y que ahora ya es pasado, es el olvido, es la clepsidra ambiciosa del
tiempo. He deambulado estas palabras más tiempo del que debiera y han producido
llagas en mi boca y en mis sueños. Mis labios se posaron un día sobre un
pliegue del tiempo y camine mil libros hasta comprender la levedad de los
sueños del hombre.
Antoine confía en su
avión, ha aprendido a escucharlo y a valorarlo, sabe que no lleva armas, solo
está provisto de cámaras, agudos ojos de vidrio que contemplaran las cotas y
los terrenos solicitados por el Comandante. La carencia de armamento aligera su
nave, lo hace grácil y rápido. El Lightning es un buen producto de la americana
Lockheed, y al igual que el mismo Antoine, es un veterano ya en ese verano del
’44 y el aluminio del fuselaje tiene ya su castigo. Antoine sobrevuela los
Alpes en las cercanías de Grenoble y corrige su rumbo y sus objetivos sobre la Francia
ocupada.
No sé qué hago aquí. Identifico vagamente una morfología de isla
mediterránea y recuerdo, de una manera culpable, que me han ayudado a ponerme
el traje de piloto. De pronto me doy cuenta que estoy mirando mis manos, y que
estas también son instrumentos, como los de tantas máquinas que he manipulado. Siempre
he tenido facilidad y habilidad para la mecánica. Mis dedos siempre han
graduado diales y palancas, y estos a su vez también son los diales y palancas
de mi cuerpo, son los aparejos de mi sangre, las poleas de mi temperamento. Tengo
frente a mi unos endebles instrumentos de cuarenta y cuatro años, compuestos de
carne, tendones y huesos, tan perfectos que hasta les desconozco algunas
funciones, como la de cortarme levemente al afeitarme o al mal peinar mi corto
pelo encanecido. No dudo del gobierno de mis miembros, desconfío si, del chasis
que los contiene, y del mecanismo que los alimenta.
Sobre la Bahía de Carqueiranne
cerca de Tolón, Antoine reduce gases y pierde altitud, deja atrás las estelas
dobles, las babas del diablo que persiguen los artilleros alemanes. Debería
seguir por sobre los 10000 metros, pero Antoine decide descender, recuerda por
un momento el vuelo aquel sobre Turín, también por debajo de las cotas de
reconocimiento, en vuelo de regreso, cuando dos aparatos alemanes lo centraron
entre sus líneas de fuego. Sorprendidos tal vez por lo errático del vuelo de
Antoine no disparan. Antoine enajenado, continúa, sonríe, los observa marcharse
por el espejo retrovisor.
No he sido un piloto – Me lo digo a mi mismo – Sino más bien, un
administrativo, fatigando palabras sobre órdenes y papeles con membretes. Me he
pasado estos últimos años escribiendo informes. Informes para el Comandante,
informes para el Estado Mayor, informes sobre el Observador e informes sobre el
Ametrallador. Podría llenar un hangar de archivadores repletos, una inmensa
biblioteca de términos técnicos y ambiciosos, podría cubrir las alas de todos
los aviones de Francia con los informes de suministros. He redactado con letra
temblorosa por las vibraciones del timón de cola: memos, planillas de
repuestos, listados de cojinetes, verificaciones de cubos de hélices, niveles
de aceites, cintas de municiones, carretes de fotografía. He dictado partes,
“meteos”, estadísticas que mal empleó el régimen de Vichy, detalladas
cartografías que, si entendieron los generales aliados. También he redactado
disculpas, quejas, cartas a viudas, a amantes y a amigos maravillosos que he
perdido en el tiempo.
Antoine
imaginó una rosa, amo una rosa, habló con una rosa. Trató de entenderla como se
entienden los mandos de un avión, tironeando primero, tomando posesión después.
Tarde comprendió que no se puede atesorar la rosa en una caja de cristal, sin
marchitarse, sin perder su esencia de rosa, como tampoco un avión puede volar
eternamente aprisionado en un firmamento acotado por la guerra. Se acaban los
rollos de fotografía, se acaban las municiones, se termina el combustible y se
termina el tiempo. El tiempo de la rosa también marchita, su ciclo se hace
áspero, luego se asfixia, y finalmente muere.
Será hoy, por la tarde, en horas del calor soportable, cuando nos
encontremos en el sitio acostumbrado, en la mesa de siempre, aquí en Buenos
Aires. Será hoy cuando tú me mires y sin palabras reclames los besos que te
adeuda mi persona, los besos invariablemente tuyos. Seguro vacilas entre
contarme tus experiencias del día o aprovecharte de mis silencios para robar la
tibieza de mis labios, una complicidad que me gusta sobremanera. Aprenderé
contigo que la paciencia es la mejor moneda para no precipitarnos en un mar de
arena y que nuestras manos son espejos de olas que acarician playas
somnolientas. Recordare que tu misterio de mujer me envuelve siempre, como la
noche que me rodea durante mis nocturnos vuelos y supera todos mis sentidos, y
que mis explicaciones para tu asombro de sonreír sin motivo son menos valederas
que mi osadía de comprenderte. Recuerdo siempre el “Sí” que me diste en pleno
giro, en pleno rizo, por eso Sudamérica es para mí tan entrañable. Cumpliré con
prontitud mi promesa de un abrazo protector y las miradas encendidas sobre tu
piel, llevo siempre conmigo la pulsera de plata con nuestros nombres grabados,
nunca me separaría de ella, nunca. Entonces, será hoy, en este mediodía, en la hora
de la agonía plácida de los elementos, cuando alce mis ojos frente a tu recuerdo
y brinde por ti. Será hoy cuando tú me asombres con un nuevo dilema y las
preguntas queden sin responder y yo solo piense en un beso o una rosa.
Antoine sobrevuela una
costa conocida, podría para sus habitados recuerdos igualarse a la de Túnez, a
la de Trelew en la Patagonia Argentina o el litoral de Saigón, pero es la costa
de Marsella, y frente a él ahora, el Archipiélago de Frioul. Continúa
descendiendo, debajo de los 1000 metros, a los lejos alcanza a divisar espolón
rocoso que es el Castillo de If, la isla prisión que Dumas cerró en torno a su Edmundo
Dantes y donde recaló el malogrado Rinoceronte de Durero. Antoine vuela más
bajo aún, el día es tan maravilloso ¿Cómo no aprovecharlo? Frente a él una
isla, una ensenada pequeña entre promontorios blancos, Riou.
Miro instintivamente hacia la cueva y me parece ver un niño de pie en
la entrada desdibujada, un pequeño rey de oro con una capa azul. Sé que a este
personaje yo lo he soñado anteriormente, lo soñé en el ´42 en Manhattan o en
Long Island y lo soñé también cuando era yo un niño, me invade una pesada
melancolía, un leve dolor en el pecho, como si los correajes del traje me
apretaran demasiado y me tironearan hacia atrás, y también el recuerdo de otros
niños jugando a la par mía en un lugar llamado Lyon, que se me antoja muy
distante. Parpadeo, como para despertar de un sueño y el pequeño príncipe desaparece
como un cometa en el cielo, he quedado ahora, inmensamente solo. Recorro el
horizonte y veo un punto que se acerca desde una isla lejana. Mi mirada
acostumbrada a identificar objetivos me dice que es un bimotor americano, volando
muy bajo, a pesar de la distancia lo escucho muy fuerte y diviso su cabina
brillando al sol, destellos de plata sobre el horizonte. Desciende aún más y
distingo los emblemas de mi Francia en las puntas de sus alas. De pronto veo
dos pájaros negros descolgarse desde el sol, cazas alemanes en picado, y yo he
quedado paralizado, no puedo advertirle, no puedo gritar. Escucho entre la
cacofonía de los motores el ametrallamiento al que es sometido el francés y de
golpe los disparos cesan, algo milagroso ha ocurrido, lo intuyo, quizás el
imposible de que se atascaran a un tiempo todas las ametralladoras. Los
alemanes lo persiguen por un momento y retornan hacia la costa. El avión del
francés no ha sido alcanzado por los disparos, sin embargo cae, cae y yo no
puedo gritarle.
Es 31 de julio de
1944, Antoine lo lleva anotado en la pizarra que apoya en su muslo y que está
unida a su chaqueta de vuelo. El Lightning ronronea quedamente mientras Antoine
estira los músculos cansados del cuello. Mira el reloj en su muñeca, su viejo
compañero, sabe que es hora ya de volver a Córcega, pero hoy no, quizás vuele
un poco más. En la costa que ya avizora ve la pequeña silueta de un hombre
sentado, envidia su aparente tranquilidad, envidia la pequeña y solitaria
playa, desearía ser dueño de una isla así. Empuja, aleja los mandos de su
cuerpo, estira los brazos, los hombros se distienden aliviados. Antoine escucha
un tableteo sobre las alas, no se preocupa, los motores siguen bien. Siente una
tranquilidad que le gana los miembros y se deja caer, mira el mar, el bello mar
y sonríe, como aquella vez.
Muchas veces he dicho, que somos fuego en el horizonte, como el sol del
verano, somos llama solitaria y carente de sonidos. Construimos refugios bajo
el sol porque no podemos habitar en él ni caminar suavemente en el rojo de su
aurora. Soñamos con cometas, planetas distantes, pero ignoramos que cada
persona es un planetoide particular, algunos poblados de una única rosa, otros
surcados por profundas raíces de baobabs. Y he dicho que somos esclavos del
pensamiento, del dolor, simplemente caminar por el desierto bajo otro sol y
acariciar la arena con manos desnudas, es volar, volar sin alas y caer,
precipitarse a la realidad y lastimarse mucho, como nosotros, como tú y yo,
como verdaderos dioses olvidados sobre el horizonte.