28 junio 2014

Crónica de hombres y noche

         La noche atesora, en su negro edificio, todas las formas para sí: cada partícula somnolienta de la atmósfera, cada movimiento y balanceo que las lentas sombras, sus insustanciales subordinadas, apenas nos dejan entrever. La noche también es dueña del búho, del perro y del grito, ya que ellos presienten en el silencio ese antiguo rito que precede al alarido. La noche, en su oficio, es también dueña de los hombres, su alimento predilecto, a los cuales viste de mortajas grises como una gigantesca araña, que los va atrapando en su insondable tela para devorarlos en el secreto olvido.
          Invisible hasta para sí misma, la negra noche, despliega su manto y cubre los confines que el hombre teme y desdibuja. La gigantesca noche escucha, siempre, extiende sus sentidos sobre un pequeño lugar del mundo, presta atención, apoya su codo sobre el horizonte y mira hacia la profundidad del alma de los seres incautos, dejando al descubierto sus miedos y sus casi olvidados y recurrentes sueños, los gritos de la niñez en duermevela, un dolor de dientes ancestral que no permite dormir. La noche misma teje su crónica, su tapiz de hombres y noche. La noche cuenta una historia que una y mil veces repetirá en trazos de ébano u oscuro polvo, el olvido.
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          La Banda, Santiago del Estero, ramal C-7 del Ferrocarril General Belgrano.
         ¿Cuántas veces, Cornelio Bass, pasaste frente a la solitaria estación que es una tachuela de zinc en tu trayecto? ¿Cuáles pensamientos se agolpan en tus sienes cada vez que, raudamente, corre ante ti el cartel amarillo y negro que nombra las paredes olvidadas por el tiempo? Tenías cuarenta años  de caminos y de vías cuando contemplaste por primera vez el polvoriento edificio y lo has observado mil veces y tal vez, mil más. El cartel, las maderas descascaradas, la pintura gris de obra, los tanques de agua, el viejo vagón abandonado en la enterrada vía paralela, la pirámide irregular y oxidada de rieles en descanso eterno y los sonidos: el crujido familiar de los viejos durmientes, dominio de la carcoma y su voraz tenacidad, y el lamento de los grandes clavos de hierro ¿No estás harto Cornelio Bass, de todo esto? ¿No estás cansado?
         Te preguntabas lo mismo esa noche, el viento roía suavemente tu piel curtida y envolvía tus pocos cabellos desordenados. No prestabas atención a los movimientos automáticos de tus manos conduciendo el carguero. El vaivén cansino de la lucha de los metales y el rezongar de los bogies remolcados contra el sendero imperturbable de hierro te sumía en la conocida somnolencia. Mirabas el paso de lo aromos que iluminaba el fanal de la inmensa locomotora Fiat-Transfer y te decías a ti mismo: ¡He visto un arbusto, dos, cien, ya no importa, ellos me han visto también, aunque soy uno y soy todos, como ellos, una filosofía de aromos y noche! ¡He pasado tantas veces en ambos sentidos, y deben estar tan cansados de mí como yo de ellos!
         ¿No es hora de que te detengas Cornelio Bass y digas adiós a este mundo de aromos? Estas viejo Cornelio y la noche ha comenzado a asustarte ¿Verdad? Conoces la respuesta, no la digas, el viento nocturno puede desplazarla en muchas direcciones y ella se enterará, viejo amigo, y te buscará. ¡Pero no te rías Cornelio! Sonrisa de enano, peor que carcajada de un coloso ¿Dónde leíste eso? Es de Hugo ¿Recuerdas? Lo sacaste del viejo libro que encontraste en los Talleres de Alta Córdoba, el libro te atrajo siempre porque su título era un número ¿Lo terminaste de leer? ¿O terminaste por ignorarlo y lo dejaste olvidado y roto en algún banco de estación? No entiendes aún el poder que vigila tus pasos, pequeño hombre. Arrastras tu vida con esfuerzo ¿O ella te arrastra a ti?
          Las dispersas y escasas luces de la estación te salieron al encuentro, te rodearon, te atrajeron como a un insecto alucinado. Hoy no pararías, no detendrías tu marcha, no lo habías hecho nunca. Disminuirías la velocidad del convoy por instinto y mirarías el cartel y esos terrenos áridos donde nunca pondrías un pie, solo recorrerías con la mirada cansada, como siempre, como ahora. Cada vagón visita por turno el viejo edificio de estilo inglés y luego se retira con quejas de metales torturados dando lugar a otro vagón, es un juego repetido incansables veces. Tu ayudante se asoma por la pequeña ventana y mira hacia atrás, hacia el furgón de cola, un viejo Brake Van británico, que en la noche parece como distante y difuminado, cuya única indicación de vida es la diminuta linterna verde que balancea el solitario guarda ya después de haber divisado la señal mecánica del solitario apeadero Antonio Talbot.
          Luz verde, eso significa vía libre para ti y tu seccionado gusano de treinta segmentos idénticos, y también para la noche que ahora devora en su negro atuendo, toda la longitud del carguero. Trasvasada la estación, la rutina retoma su presencia entre los hombres y sus miedos. El freno suelto, el acelerador ya en posición abierta. El monstruo metálico, el moderno dios trueno avanza confiado, los motores diésel ganan cada vez más velocidad, la tierra vibra y se desgrana. La brisa rápida los mece y los adormece en un sueño suave y extraño, lleno de recuerdos e historias mientras a sus pies el corazón de la máquina despliega su monótona vibración y calienta todos los metales.
        ¿Qué pensabas, Cornelio Bass, cuando sucedió lo insólito? Tal vez ya lo presentías, con ese conocimiento que algunos animales poseen y en la antigüedad nos legaron ¿Fue por eso que te despediste de tus amigos, uno por uno, y te quedaste mirándolos desde el andén? Quizás ¿Pero si lo sabías, porque elegiste la oscura noche, tan fría y solitaria como tú para olvidar, para alejarte? Solo tú conoces las respuestas.
          El faro delantero volvía a iluminar los eternos aromos y a los insectos rasantes que semejantes a estrellas fugaces van desapareciendo al paso del carguero. De pronto, él estaba allí. Y es casi seguro que tú lo viste primero, tu ayudante adormecido cabeceaba, conocías instintivamente el momento exacto en que aparecería. Aun así te sorprendiste y dejaste salir de tu boca un grito ahogado y sentiste el sabor de la saliva amarga. Echaste, como ordena el manual estoy seguro, el freno a fondo, con casi desesperación, apretando tus gastados dientes, con los ojos dilatados. La máquina acaso protestó como un animal antediluviano por la brusca desaceleración, todo el metal luchando intentando continuar su inercia, todas las calzas se cerraron aún más y los patines generaron un calor creciente al detener el movimiento de las ruedas de acero.
        Creo, estoy seguro, que pensaste que era muy tarde ya. Te habías demorado demasiado, tu movimiento había sido lento, letárgico, condenado al destiempo. El tren se había deslizado más allá del lugar en que vieras la fugaz figura. También pensaste que lo habías atropellado, tu corazón se encogió como un puño y el dolor te hizo tambalear sobre el piso metálico de la locomotora. Y a la luz mortecina de la cálida cabina dejaste escapar el ahogado grito del reconocimiento, cuando observaste los largos cabellos del niño, su vestido de noche y el lienzo blanco agitándose frente a ti. Viste sus ojos y en ellos la misma emoción de los tuyos, el mismo estremecimiento.
         ¿Por qué estabas, a pesar del delirio, tan contento? ¿Por qué abriste la pequeña puerta de acero y vidrio de la locomotora Transfer y te lanzaste decidido a la los elementos de la noche fría? Tus exiguos pasos de hombre cualquiera tomaron la dirección del niño que tenue y flotante comenzó también a alejarse. El faro delantero, penetrante en la oscuridad, te siguió con su ojo blanco Cornelio, hasta que tus ropas grises se perdieron en la noche. Mientras, tu ayudante salía de su estupor y te llamaba, te pedía llorando que volvieras, pateaba la tierra al costado de los durmientes, se estrujaba las manos. Pero tú no oías Cornelio Bass, estabas lejos ya, o quizás no tanto, solo lejos de los hombres y de las máquinas. Te habías ya inmerso en un mundo de sonrisas, niños y sombras, y continuabas caminando, lo hiciste durante toda la noche y al amanecer el paisaje ya era otro, maravillosamente otro. Entre los rieles, solo quedaban las huellas del hombre que temía a la noche y que al despuntar el alba comenzaron a disolverse en el entretejido de las pasturas y el rocío de este mundo.
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24 junio 2014

Una historia para Antoine

               No siempre fue todo tan simple como ahora, hubo momentos de fiebre y de vértigo, pero esta pequeña playa, las rocas y la cueva que me enuncia su ojo cíclope desde el acantilado no generan los suficientes eventos como para pensar que los días siguientes pueden ser diferentes al de ayer o a la calma que reina en este mediodía. Salvo las tormentas, pero ese es un prodigio horroroso en el cual hoy no quiero pensar y que escapaba a mis fuerzas, son designios de un dios iracundo y desconocido. Estoy sentado en una pequeña playa de arena blanca, rocas blancas también se elevan hacia un cielo azul limpísimo. Es ese cielo el que miro con interés, escudriñando, sonsacándole quizás uno o dos secretos, un cielo, por ahora, vacío y solo mío. El sol casi en la vertical de mi posición, emite su bostezo cálido sobre la isla y sobre el mar.

Antoine despega del aeropuerto del Borgo, en la bella isla de Córcega, convertida en bastión de los Aliados contra las fuerzas alemanas en Italia. Despega temprano, un asistente le ayuda a colocarse el traje para grandes altitudes, sus miembros acusan la fatiga de los años y los accidentes. Comprobado el uso del laringófono, chequeados los instrumentos, Antoine se lanza a los cielos del Mediterráneo, al poco tiempo ya sobrevuela la costa francesa, territorio que conoce como la palma de su mano. La hora del regreso está programada para las 12:35, es el tiempo máximo que el combustible de los tanques le otorga, ni un minuto más.

En el profundo desierto africano, frente a hogueras de hombres con ojos relucientes, he dicho: que somos dioses imperfectos, de suave carne y que buscamos crear un hombre perfecto con la vieja arcilla y llamarlo dios. He dicho que somos profetas locos, en agónica cordura y que lloramos porque hemos perdido jugando con el viento el color de la lluvia. Pero los hombres del desierto me entregaban su mirada distante, su realismo perpetuo, el Sahara era un grito de arena y sed, nada sabían de las tonalidades del barro o del color del agua, si conocían al viento por su nombre, el Simún, el de venenoso aliento. He dicho también, que somos sueños de un duende ciego y perverso llamado historia, llamado grito, pero el día siguiente es el hoy que ayer, será mañana y que ahora ya es pasado, es el olvido, es la clepsidra ambiciosa del tiempo. He deambulado estas palabras más tiempo del que debiera y han producido llagas en mi boca y en mis sueños. Mis labios se posaron un día sobre un pliegue del tiempo y camine mil libros hasta comprender la levedad de los sueños del hombre.

Antoine confía en su avión, ha aprendido a escucharlo y a valorarlo, sabe que no lleva armas, solo está provisto de cámaras, agudos ojos de vidrio que contemplaran las cotas y los terrenos solicitados por el Comandante. La carencia de armamento aligera su nave, lo hace grácil y rápido. El Lightning es un buen producto de la americana Lockheed, y al igual que el mismo Antoine, es un veterano ya en ese verano del ’44 y el aluminio del fuselaje tiene ya su castigo. Antoine sobrevuela los Alpes en las cercanías de Grenoble y corrige su rumbo y sus objetivos sobre la Francia ocupada.

No sé qué hago aquí. Identifico vagamente una morfología de isla mediterránea y recuerdo, de una manera culpable, que me han ayudado a ponerme el traje de piloto. De pronto me doy cuenta que estoy mirando mis manos, y que estas también son instrumentos, como los de tantas máquinas que he manipulado. Siempre he tenido facilidad y habilidad para la mecánica. Mis dedos siempre han graduado diales y palancas, y estos a su vez también son los diales y palancas de mi cuerpo, son los aparejos de mi sangre, las poleas de mi temperamento. Tengo frente a mi unos endebles instrumentos de cuarenta y cuatro años, compuestos de carne, tendones y huesos, tan perfectos que hasta les desconozco algunas funciones, como la de cortarme levemente al afeitarme o al mal peinar mi corto pelo encanecido. No dudo del gobierno de mis miembros, desconfío si, del chasis que los contiene, y del mecanismo que los alimenta.

Sobre la Bahía de Carqueiranne cerca de Tolón, Antoine reduce gases y pierde altitud, deja atrás las estelas dobles, las babas del diablo que persiguen los artilleros alemanes. Debería seguir por sobre los 10000 metros, pero Antoine decide descender, recuerda por un momento el vuelo aquel sobre Turín, también por debajo de las cotas de reconocimiento, en vuelo de regreso, cuando dos aparatos alemanes lo centraron entre sus líneas de fuego. Sorprendidos tal vez por lo errático del vuelo de Antoine no disparan. Antoine enajenado, continúa, sonríe, los observa marcharse por el espejo retrovisor.

No he sido un piloto – Me lo digo a mi mismo – Sino más bien, un administrativo, fatigando palabras sobre órdenes y papeles con membretes. Me he pasado estos últimos años escribiendo informes. Informes para el Comandante, informes para el Estado Mayor, informes sobre el Observador e informes sobre el Ametrallador. Podría llenar un hangar de archivadores repletos, una inmensa biblioteca de términos técnicos y ambiciosos, podría cubrir las alas de todos los aviones de Francia con los informes de suministros. He redactado con letra temblorosa por las vibraciones del timón de cola: memos, planillas de repuestos, listados de cojinetes, verificaciones de cubos de hélices, niveles de aceites, cintas de municiones, carretes de fotografía. He dictado partes, “meteos”, estadísticas que mal empleó el régimen de Vichy, detalladas cartografías que, si entendieron los generales aliados. También he redactado disculpas, quejas, cartas a viudas, a amantes y a amigos maravillosos que he perdido en el tiempo.
           
            Antoine imaginó una rosa, amo una rosa, habló con una rosa. Trató de entenderla como se entienden los mandos de un avión, tironeando primero, tomando posesión después. Tarde comprendió que no se puede atesorar la rosa en una caja de cristal, sin marchitarse, sin perder su esencia de rosa, como tampoco un avión puede volar eternamente aprisionado en un firmamento acotado por la guerra. Se acaban los rollos de fotografía, se acaban las municiones, se termina el combustible y se termina el tiempo. El tiempo de la rosa también marchita, su ciclo se hace áspero, luego se asfixia, y finalmente muere.

Será hoy, por la tarde, en horas del calor soportable, cuando nos encontremos en el sitio acostumbrado, en la mesa de siempre, aquí en Buenos Aires. Será hoy cuando tú me mires y sin palabras reclames los besos que te adeuda mi persona, los besos invariablemente tuyos. Seguro vacilas entre contarme tus experiencias del día o aprovecharte de mis silencios para robar la tibieza de mis labios, una complicidad que me gusta sobremanera. Aprenderé contigo que la paciencia es la mejor moneda para no precipitarnos en un mar de arena y que nuestras manos son espejos de olas que acarician playas somnolientas. Recordare que tu misterio de mujer me envuelve siempre, como la noche que me rodea durante mis nocturnos vuelos y supera todos mis sentidos, y que mis explicaciones para tu asombro de sonreír sin motivo son menos valederas que mi osadía de comprenderte. Recuerdo siempre el “Sí” que me diste en pleno giro, en pleno rizo, por eso Sudamérica es para mí tan entrañable. Cumpliré con prontitud mi promesa de un abrazo protector y las miradas encendidas sobre tu piel, llevo siempre conmigo la pulsera de plata con nuestros nombres grabados, nunca me separaría de ella, nunca. Entonces, será hoy, en este mediodía, en la hora de la agonía plácida de los elementos, cuando alce mis ojos frente a tu recuerdo y brinde por ti. Será hoy cuando tú me asombres con un nuevo dilema y las preguntas queden sin responder y yo solo piense en un beso o una rosa.

Antoine sobrevuela una costa conocida, podría para sus habitados recuerdos igualarse a la de Túnez, a la de Trelew en la Patagonia Argentina o el litoral de Saigón, pero es la costa de Marsella, y frente a él ahora, el Archipiélago de Frioul. Continúa descendiendo, debajo de los 1000 metros, a los lejos alcanza a divisar espolón rocoso que es el Castillo de If, la isla prisión que Dumas cerró en torno a su Edmundo Dantes y donde recaló el malogrado Rinoceronte de Durero. Antoine vuela más bajo aún, el día es tan maravilloso ¿Cómo no aprovecharlo? Frente a él una isla, una ensenada pequeña entre promontorios blancos, Riou.

Miro instintivamente hacia la cueva y me parece ver un niño de pie en la entrada desdibujada, un pequeño rey de oro con una capa azul. Sé que a este personaje yo lo he soñado anteriormente, lo soñé en el ´42 en Manhattan o en Long Island y lo soñé también cuando era yo un niño, me invade una pesada melancolía, un leve dolor en el pecho, como si los correajes del traje me apretaran demasiado y me tironearan hacia atrás, y también el recuerdo de otros niños jugando a la par mía en un lugar llamado Lyon, que se me antoja muy distante. Parpadeo, como para despertar de un sueño y el pequeño príncipe desaparece como un cometa en el cielo, he quedado ahora, inmensamente solo. Recorro el horizonte y veo un punto que se acerca desde una isla lejana. Mi mirada acostumbrada a identificar objetivos me dice que es un bimotor americano, volando muy bajo, a pesar de la distancia lo escucho muy fuerte y diviso su cabina brillando al sol, destellos de plata sobre el horizonte. Desciende aún más y distingo los emblemas de mi Francia en las puntas de sus alas. De pronto veo dos pájaros negros descolgarse desde el sol, cazas alemanes en picado, y yo he quedado paralizado, no puedo advertirle, no puedo gritar. Escucho entre la cacofonía de los motores el ametrallamiento al que es sometido el francés y de golpe los disparos cesan, algo milagroso ha ocurrido, lo intuyo, quizás el imposible de que se atascaran a un tiempo todas las ametralladoras. Los alemanes lo persiguen por un momento y retornan hacia la costa. El avión del francés no ha sido alcanzado por los disparos, sin embargo cae, cae y yo no puedo gritarle.

Es 31 de julio de 1944, Antoine lo lleva anotado en la pizarra que apoya en su muslo y que está unida a su chaqueta de vuelo. El Lightning ronronea quedamente mientras Antoine estira los músculos cansados del cuello. Mira el reloj en su muñeca, su viejo compañero, sabe que es hora ya de volver a Córcega, pero hoy no, quizás vuele un poco más. En la costa que ya avizora ve la pequeña silueta de un hombre sentado, envidia su aparente tranquilidad, envidia la pequeña y solitaria playa, desearía ser dueño de una isla así. Empuja, aleja los mandos de su cuerpo, estira los brazos, los hombros se distienden aliviados. Antoine escucha un tableteo sobre las alas, no se preocupa, los motores siguen bien. Siente una tranquilidad que le gana los miembros y se deja caer, mira el mar, el bello mar y sonríe, como aquella vez.

Muchas veces he dicho, que somos fuego en el horizonte, como el sol del verano, somos llama solitaria y carente de sonidos. Construimos refugios bajo el sol porque no podemos habitar en él ni caminar suavemente en el rojo de su aurora. Soñamos con cometas, planetas distantes, pero ignoramos que cada persona es un planetoide particular, algunos poblados de una única rosa, otros surcados por profundas raíces de baobabs. Y he dicho que somos esclavos del pensamiento, del dolor, simplemente caminar por el desierto bajo otro sol y acariciar la arena con manos desnudas, es volar, volar sin alas y caer, precipitarse a la realidad y lastimarse mucho, como nosotros, como tú y yo, como verdaderos dioses olvidados sobre el horizonte.