La
noche atesora, en su negro edificio, todas las formas para sí: cada partícula
somnolienta de la atmósfera, cada movimiento y balanceo que las lentas sombras,
sus insustanciales subordinadas, apenas nos dejan entrever. La noche también es
dueña del búho, del perro y del grito, ya que ellos presienten en el silencio
ese antiguo rito que precede al alarido. La noche, en su oficio, es también
dueña de los hombres, su alimento predilecto, a los cuales viste de mortajas grises
como una gigantesca araña, que los va atrapando en su insondable tela para
devorarlos en el secreto olvido.
Invisible
hasta para sí misma, la negra noche, despliega su manto y cubre los confines
que el hombre teme y desdibuja. La gigantesca noche escucha, siempre, extiende
sus sentidos sobre un pequeño lugar del mundo, presta atención, apoya su codo
sobre el horizonte y mira hacia la profundidad del alma de los seres incautos,
dejando al descubierto sus miedos y sus casi olvidados y recurrentes sueños,
los gritos de la niñez en duermevela, un dolor de dientes ancestral que no
permite dormir. La noche misma teje su crónica, su tapiz de hombres y noche. La
noche cuenta una historia que una y mil veces repetirá en trazos de ébano u oscuro
polvo, el olvido.
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La
Banda, Santiago del Estero, ramal C-7 del Ferrocarril General Belgrano.
¿Cuántas
veces, Cornelio Bass, pasaste frente a la solitaria estación que es una
tachuela de zinc en tu trayecto? ¿Cuáles pensamientos se agolpan en tus sienes
cada vez que, raudamente, corre ante ti el cartel amarillo y negro que nombra
las paredes olvidadas por el tiempo? Tenías cuarenta años de caminos y de vías cuando contemplaste por
primera vez el polvoriento edificio y lo has observado mil veces y tal vez, mil
más. El cartel, las maderas descascaradas, la pintura gris de obra, los tanques
de agua, el viejo vagón abandonado en la enterrada vía paralela, la pirámide
irregular y oxidada de rieles en descanso eterno y los sonidos: el crujido familiar
de los viejos durmientes, dominio de la carcoma y su voraz tenacidad, y el
lamento de los grandes clavos de hierro ¿No estás harto Cornelio Bass, de todo
esto? ¿No estás cansado?
Te
preguntabas lo mismo esa noche, el viento roía suavemente tu piel curtida y
envolvía tus pocos cabellos desordenados. No prestabas atención a los
movimientos automáticos de tus manos conduciendo el carguero. El vaivén cansino
de la lucha de los metales y el rezongar de los bogies remolcados contra el
sendero imperturbable de hierro te sumía en la conocida somnolencia. Mirabas el
paso de lo aromos que iluminaba el fanal de la inmensa locomotora Fiat-Transfer
y te decías a ti mismo: ¡He visto un arbusto, dos, cien, ya no importa, ellos
me han visto también, aunque soy uno y soy todos, como ellos, una filosofía de
aromos y noche! ¡He pasado tantas veces en ambos sentidos, y deben estar tan
cansados de mí como yo de ellos!
¿No
es hora de que te detengas Cornelio Bass y digas adiós a este mundo de aromos?
Estas viejo Cornelio y la noche ha comenzado a asustarte ¿Verdad? Conoces la
respuesta, no la digas, el viento nocturno puede desplazarla en muchas
direcciones y ella se enterará, viejo amigo, y te buscará. ¡Pero no te rías
Cornelio! Sonrisa de enano, peor que carcajada de un coloso ¿Dónde leíste eso?
Es de Hugo ¿Recuerdas? Lo sacaste del viejo libro que encontraste en los
Talleres de Alta Córdoba, el libro te atrajo siempre porque su título era un
número ¿Lo terminaste de leer? ¿O terminaste por ignorarlo y lo dejaste
olvidado y roto en algún banco de estación? No entiendes aún el poder que
vigila tus pasos, pequeño hombre. Arrastras tu vida con esfuerzo ¿O ella te
arrastra a ti?
Las
dispersas y escasas luces de la estación te salieron al encuentro, te rodearon,
te atrajeron como a un insecto alucinado. Hoy no pararías, no detendrías tu
marcha, no lo habías hecho nunca. Disminuirías la velocidad del convoy por
instinto y mirarías el cartel y esos terrenos áridos donde nunca pondrías un
pie, solo recorrerías con la mirada cansada, como siempre, como ahora. Cada
vagón visita por turno el viejo edificio de estilo inglés y luego se retira con
quejas de metales torturados dando lugar a otro vagón, es un juego repetido
incansables veces. Tu ayudante se asoma por la pequeña ventana y mira hacia
atrás, hacia el furgón de cola, un viejo Brake Van británico, que en la noche
parece como distante y difuminado, cuya única indicación de vida es la diminuta
linterna verde que balancea el solitario guarda ya después de haber divisado la
señal mecánica del solitario apeadero Antonio Talbot.
Luz
verde, eso significa vía libre para ti y tu seccionado gusano de treinta
segmentos idénticos, y también para la noche que ahora devora en su negro
atuendo, toda la longitud del carguero. Trasvasada la estación, la rutina
retoma su presencia entre los hombres y sus miedos. El freno suelto, el
acelerador ya en posición abierta. El monstruo metálico, el moderno dios trueno
avanza confiado, los motores diésel ganan cada vez más velocidad, la tierra
vibra y se desgrana. La brisa rápida los mece y los adormece en un sueño suave
y extraño, lleno de recuerdos e historias mientras a sus pies el corazón de la
máquina despliega su monótona vibración y calienta todos los metales.
¿Qué
pensabas, Cornelio Bass, cuando sucedió lo insólito? Tal vez ya lo presentías, con
ese conocimiento que algunos animales poseen y en la antigüedad nos legaron
¿Fue por eso que te despediste de tus amigos, uno por uno, y te quedaste
mirándolos desde el andén? Quizás ¿Pero si lo sabías, porque elegiste la oscura
noche, tan fría y solitaria como tú para olvidar, para alejarte? Solo tú
conoces las respuestas.
El
faro delantero volvía a iluminar los eternos aromos y a los insectos rasantes
que semejantes a estrellas fugaces van desapareciendo al paso del carguero. De
pronto, él estaba allí. Y es casi seguro que tú lo viste primero, tu ayudante
adormecido cabeceaba, conocías instintivamente el momento exacto en que
aparecería. Aun así te sorprendiste y dejaste salir de tu boca un grito ahogado
y sentiste el sabor de la saliva amarga. Echaste, como ordena el manual estoy
seguro, el freno a fondo, con casi desesperación, apretando tus gastados
dientes, con los ojos dilatados. La máquina acaso protestó como un animal
antediluviano por la brusca desaceleración, todo el metal luchando intentando
continuar su inercia, todas las calzas se cerraron aún más y los patines
generaron un calor creciente al detener el movimiento de las ruedas de acero.
Creo,
estoy seguro, que pensaste que era muy tarde ya. Te habías demorado demasiado,
tu movimiento había sido lento, letárgico, condenado al destiempo. El tren se
había deslizado más allá del lugar en que vieras la fugaz figura. También
pensaste que lo habías atropellado, tu corazón se encogió como un puño y el
dolor te hizo tambalear sobre el piso metálico de la locomotora. Y a la luz
mortecina de la cálida cabina dejaste escapar el ahogado grito del
reconocimiento, cuando observaste los largos cabellos del niño, su vestido de noche
y el lienzo blanco agitándose frente a ti. Viste sus ojos y en ellos la misma
emoción de los tuyos, el mismo estremecimiento.
¿Por
qué estabas, a pesar del delirio, tan contento? ¿Por qué abriste la pequeña
puerta de acero y vidrio de la locomotora Transfer y te lanzaste decidido a la
los elementos de la noche fría? Tus exiguos pasos de hombre cualquiera tomaron
la dirección del niño que tenue y flotante comenzó también a alejarse. El faro
delantero, penetrante en la oscuridad, te siguió con su ojo blanco Cornelio,
hasta que tus ropas grises se perdieron en la noche. Mientras, tu ayudante
salía de su estupor y te llamaba, te pedía llorando que volvieras, pateaba la
tierra al costado de los durmientes, se estrujaba las manos. Pero tú no oías
Cornelio Bass, estabas lejos ya, o quizás no tanto, solo lejos de los hombres y
de las máquinas. Te habías ya inmerso en un mundo de sonrisas, niños y sombras,
y continuabas caminando, lo hiciste durante toda la noche y al amanecer el
paisaje ya era otro, maravillosamente otro. Entre los rieles, solo quedaban las
huellas del hombre que temía a la noche y que al despuntar el alba comenzaron a
disolverse en el entretejido de las pasturas y el rocío de este mundo.
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