06 agosto 2016

Soledades



Poema Soledades, de mi libro

En otros países, otro sol, lejos,
las ráfagas mutilan cuerpos,
vacían de carne los agujeros,
agotan de cintas un triage inexistente.
Un disparo que esquiva mi cuerpo,
matará un niño en Zamalka, Siria,
es como si fueran otras las balas,
y otros tantos los niños muertos.
En la plaza de Tahrir, Egipto, gritos,
que son de cientos o de miles,
ningún derecho asiste a los que caen,
una trampa de hombres para hombres.

Siempre hubo dioses y religiones,
para los saqueos y los victoriosos,
heredamos el terror, la recompensa,
los viejos y malos conceptos éticos.
Nunca hubo en la historia del hombre:
un dios de oro para los derrotados,
una bandera para los cuerpos sin sangre,
y callaran mil veces las pupilas vacías.


  • ISBN-10: 1533096015
  • ISBN-13: 978-1533096012


20 junio 2016

Los viejos monstruos

Poema Los viejos monstruos, de mi libro

El olvido de la luna


de Jorge Eduardo Lacuadra (Autor), Mrv Editor Independiente (Redactor)



Cuando uno está solo
se magnifican los pequeños ruidos
y las pequeñas sombras;
se nos suben a los hombros
los miedos primigenios e infantiles,
y sobre nuestras rodillas faldean
los viejos monstruos
dejándose acariciar solo por la garra
de aquello que les dio forma,
nuestra conciencia.

Cuando uno está solo
se originan las preguntas,
se extiende la mano frente a nosotros
y jugamos con el paso de la luz
entre los temblorosos dedos;
surgen las imágenes del recuerdo
y la persistencia de la memoria,
juegan con nosotros los duendes
mentirosos e incautos del olvido,
                                   un casi dolor.

Alrededor nuestro, en el resto básico,
el mundo cesa su desgranado eterno,
su roce ligero y secreto de las piedras,
su grito primario de insectos de ébano.
Alrededor nuestro el silencio nos dice
que solo a veces, a veces, estamos solos.

  • ISBN-10: 1533096015
  • ISBN-13: 978-1533096012
 

03 junio 2016

Entelequias (o suaves irrealidades)

Poema Entelequias (o suaves irrealidades), de mi libro

El olvido de la luna


de Jorge Eduardo Lacuadra (Autor), Mrv Editor Independiente (Redactor)


El olor de la fiebre sobre la piel de marfil del loco.
El sueño de desmayarse dentro de un sueño.
La sorpresa de ver un corazón latir en el espejo.
El imposible arco iris nocturno de Caspar Friedrich.

El fantasma gris del que se esconde la timidez.
El eclipse de sangre que une los labios de la herida.
Los kilómetros recorridos de mi piel sobre tu piel.
Las retornantes escaleras perfectas de Escher.

El que dos más dos sean cinco por el deseo de uno.
La distancia que nos resta hasta las sombras del Paraíso.
La torre inabordable del edificio inquieto del placer.
La sombra que late oculta en el triángulo de Penrose.

Que tú leas, lo que yo leo, e imaginemos lo mismo.

  • ISBN-10: 1533096015
  • ISBN-13: 978-1533096012

27 mayo 2016

Cetáceos paranoicos

Poema Cetáceos paranoicos, de mi libro

El olvido de la luna


de Jorge Eduardo Lacuadra (Autor), Mrv Editor Independiente (Redactor)

Y yo, el huérfano Ahab, sonreí,
el Pequod flotaba serenamente
rizando en el Mar del Japón.
Y yo, Ahab, acaricié en la bolsa,
de mi jubón, el peso tremendo,
de un doblón de oro ecuatoriano.

El Pequod era una Babel bíblica
en oscura madera americana,
y la cerrada espuma del mar,
su blanca mortaja verdadera.

Y yo, el mutilado Ahab, grité:
¡Sopla, pez de alba joroba, sopla!
¡Por tus venas corre la misma sal,
por la que suspiran mis sueños!
Y yo, Ahab, presentí en mi cuello,
la opresión amante del cáñamo.

El féretro de Queequeg se elevará,
cuando solo uno permanezca vivo,
corcho bautizado por los arpones,
y el llanto amargo del negrito Pip.

Al sol de ese mediodía, el demoniaco tatuaje,
de un cachalote sobre mi antebrazo moreno,
se estremecía cual esas mujeres promiscuas
de los burdeles de Nantucket o New Bedford,
en el mes de diciembre, sábado por la noche,
cuando el torpe de Ismael inicio esta historia
de cetáceos paranoicos y balleneros malditos.


  • ISBN-10: 1533096015
  • ISBN-13: 978-1533096012




20 mayo 2016

Palabras

Poema Palabras, de mi libro

El olvido de la luna


de Jorge Eduardo Lacuadra (Autor), Mrv Editor Independiente (Redactor)

Me gusta sobremanera la palabra enigma.
Me asombra que un pez sea “mobilis in mobili”
También me fascina la palabra nautilo.
Me aturde que un sonido sea atronador.
Odio la palabra fanatismo, casi con fanatismo.
Siento cosquillas cuando alguien dice: escarabajo.
Ventrílocuo y Ventrículo son apodos de bufones locos.
Me confunde la frase “silla de ruedas”
Espiroqueta sería un buen nombre para un can.
Can sería un excelente nombre para un conquistador.
Matraz de Erlenmeyer debió ser un templario, no un frasco.
Y el Freno de Prony el abad del monasterio.
Da escalofríos la palabra escarbadientes.
Simpatizo con las de a pie: buscapié, tentempié, balompié.
La palabra murciélago me despista con sus vocales.
Derrotero es un libro de navegantes frustrados.
La palabra insólito tiene gusto a un buen café.
Cafetería repite vocales dos veces e invita a tomar otro.
La palabra jazz es el último vocablo de un alfabeto inverso.
La palabra amor es esquiva y vana, un insecto de colección.
El beso es bisilábico, bilabial y biconvexo.
La palabra vacío está llena de connotaciones equivocas.
Chimenea siempre me remitirá a la Rue Morgue.
Revolución, definitivamente asociada a Víctor Hugo.
La palabra ferrocarril posee cadencia y eco de nostalgia.
Tus palabras siempre fueron las mías, con otro maquillaje.

  • ISBN-10: 1533096015
  • ISBN-13: 978-1533096012

11 mayo 2016

El olvido de la luna – Jorge Lacuadra (2016) – Editorial MRV (Editor Independiente)



¡Queridos amigos! Costó su esfuerzo, imposible negarlo, pero ya está con nosotros. Mi segundo hijo literario, paradójicamente ya, mayor que el primero, más maduro también, más simbólico y bello. Nadie sueña solo un sueño, si no concibe materializar un pedacito de él. Y este es mi sueño, que comparto con Uds.
Es eterno el agradecimiento a la Editorial MRV, en especial a Mikel y Eva, que han hecho posible esta edición que es muy de mi agrado y que deparará al lector no pocos felices momentos.

“Soy (somos siempre) las páginas de un libro. Así enuncia Jorge Lacuadra (Santa Fe, 1971) el esencial motor de su poemario. Un vehemente recorrido por evocaciones de clásicos de la literatura (Borges, Melville, Carroll, Wells o Salgari entre otros) y por sus vivencias personales donde la curiosidad y la búsqueda de mitologías son sinónimos de una imaginación fuera de toda duda. El autor refleja una preocupación constante por el arte poético transitando el verso épico o la metáfora. Cada poema es una exploración prolija, un desentrañado de laberintos, un trabajo complejo pero de satisfacción garantizada. Es este su segundo poemario que fuera distinguido con el Segundo Premio del Certamen Internacional El Molino, organizado por Editorial MRV. Versos universales, vivos, cómplices del lector ávido de claves literarias, conforman esta creación intensa que no desmerece al poeta olvidado de la luna y que la Editorial pone dócilmente en vuestras manos.”

Amigos, disponible en Amazon en formato papel y Kindle. Aprovechen el precio recomendado. Desde ya agradecido por vuestras lecturas y vuestro apoyo.


28 abril 2016

Y los arpones despertaban (a Herman Melville)


La leva fue brutal y fructífera. Creo innecesario mencionar el golpe en la cabeza con la porra de madera. Yo ya navegaba en una niebla de inconciencia y demonios negros antes de abandonar la taberna. Digo abandonar y nada recuerdo del tránsito desde la inclinada mesa de madera hasta esta bodega oscura y maloliente. Presentí que otros cuerpos se apiñaban junto a mí, o sobre mí y me hundí en un sopor de alcohol y sombras. No recuerdo haber soñado o solo fue la fiebre de mis miembros inquietos. Fuimos despabilados con cubos de agua de mar, los vómitos y las inmundicias se escurrieron por los imbornales. Esa primera noche, o ese primer día de resaca y embotamiento no nos dieron de comer. La sed nos abrazaba las gargantas donde también sentíamos el gusto a cáñamo. Tiempo después, en medio de una luminiscencia que yo creí crepuscular, nos arrojaron unas galletas duras y bajaron un cubo de agua turbia pero dulce. No hablábamos, nos pesaba un silencio de condenados o de innombrables. La segunda noche, el bamboleo del entorno y de nuestros cuerpos nos indicó que el barco había soltado amarras y recrudecieron los mareos y el febril insomnio. En la claridad de un incierto amanecer pudimos observar que no estábamos solos. En el extremo opuesto del compartimiento un grupo espectral también nos observaba. Un individuo alto, cetrino, tocado con un turbante oscuro permanecía de pie entre un grupo de sombras acuclilladas. Sé que eran reales y no formaban parte de mis pesadillas. En esas jornadas de terror y desasosiego no les observe probar ningún alimento. Comenzamos a dialogar entre nosotros, como confabuladores de un motín. Había otro de New Bedford y un gigante de Cape Cod a mi lado, ambos marinos también, y dos indios de Narragansett cocidos de cicatrices y tatuajes. También un negro joven que no paraba de sollozar y recorría con ojos horrorizados nuestro inhóspito apartamento. Otros dos que parecían hermanos en la suciedad y el abandono, compartían una gastada biblia del Rey Jacobo. Comenzamos a barajar posibilidades para nuestro infortunio. Alguien, quizás el de New Bedford, mencionó las temibles Islas del Guano, donde evadir el trabajo significaba ser alimento de los tiburones, otro mencionó la fiebre y los mosquitos infectos de la Tierra del Darién. El negro seguía sorprendido de encontrarse entre hombres blancos. Todos habíamos bebido hasta ponernos idiotas en diversas tabernas de la Isla de Nantucket. Un día escuchamos gritos y luego fuertes roces a los costados del barco, luego golpes de remos alejándose. A la noche por la enrejada escotilla vimos un resplandor dantesco y escuchamos entrechocar de hierros y el olor terrible de la sangre y la carnicería. Por cena nos arrojaron un trozo semicrudo de algo muy grasoso con incrustaciones fibrosas y negras. El hambre infiel nos doblego. Uno mencionó el sabor y la consistencia de la carne del narval. Nuestros labios brillaban de aceite y transpiración. Esa dieta repugnante de galletas y grasa se alternó por un par de semanas. Finalmente un día abrieron la escotilla y se nos ordenó subir a cubierta. Hacia un par de horas que habíamos abandonado el amanecer. El sol terrible de un océano que no reconocí nos encegueció, la piel comenzó a arder y en los labios se nos depositó el bíblico sabor de la sal marina. Sobre el maderamen del combés, la segunda cubierta, vimos los restos destrozados de dos botes, las tablas trituradas por un ímpetu monstruoso. Algunos cuerpos envueltos en telas de lona blanca yacían junto a este siniestro. La marinería toda nos observaba, tal vez evaluando nuestras posibilidades mientras al fondo, bajo el castillo de proa, un carpintero se ufanaba sobre unos remos nuevos. El de Cape Cod murmuro “Yo estuve en el Essex” y nos sobrecogió un frío de espanto. Un hombre alto y serio que resultó ser el Primer Oficial se nos aproximó con un libro enorme cuyas tapas eran sostenidas por cintas negras. El conchabo nos prometía, o ilusionaba, un porcentaje del beneficio de aquella aventura. Los arpones y otros hierros perdidos se nos descontarían de la paga. Todos firmamos en una hoja amarillenta y los indios estamparon como marca una cruz bermeja dentro de un circulo, creí distinguir que habían utilizado su propia sangre. El nombre barco era también era nativo, tal vez en alusión a las temibles tribus pequot o mohegan de Nueva Inglaterra, al instante fue olvidado. Hacia popa, tomado del mástil mayor, vimos al patrón del navío. Describirlo sería como tratar de recortar una porción de la noche primordial con un poderoso rayo y en esa empresa consumir también los rasgos de la figura. Se le percibía ajeno a todo lo que no fuera funcional a una tarea empeñada. Su mirada sobre los pastizales del océano parecía haber perdido contacto terrenal y era ya cercana a la de los iluminados o los locos. De pronto, desde las cofas bajo un grito triple y cargado de intensidades. El capitán giró y se aferró a los obenques clavando sus ojos en un torbellino de espuma en la distancia. En ese traslado pudimos observar la pierna de marfil que sostenía su continente marchito. Dos nuevos botes fueron arriados y se unieron a un tercero ya encima de un suave oleaje que por algún motivo me resulto extraño. Un cuarto bote permaneció izado y tomado de las cornamusas. Yo vi al siniestro parsi del turbante y sus hombres reunirse bajo su quilla; los unía, quizás, un lazo de sangre o de cofradía. Otra vez la vocinglería de los hombres apostados en las cofas nos atrajo y vimos al monstruo blanco surgir del mar. Era la forma demencial de un pez albino surgido de una pesadilla titánica. Un fantasma espantoso, gigantesco, un cadáver pálido y sobrenatural pero con mandíbulas de hueso. El terror atenazaba nuestros puños sobre los fatigados remos mientras el cáñamo indócil corría entre nuestras piernas. Y los arpones despertaban ya. Era aquella, la mañana del primer día de caza.