09 noviembre 2018

Primavera de 1941

Sobre los abruptos acantilados de Dover, en la primavera de 1941 se produjo una espontánea precipitación de miles de minúsculos huesecillos de aves, como si una infrecuente ruta migratoria hubiera aligerado peso para permitir a sus pasajeros poder alcanzar archipiélagos lejanos y desconocidos. Algunos lugareños, hombres dados a las marinerías de oficio y a hurgar nidos en la niebla, hablan de un miedo atávico, mezcla de antiguas leyendas de los dragones en las cuevas del viejo castillo con los vuelos rasantes de cazas de la RAF perseguidos por los Messerschmitt’s de la Luftwaffe. Cuentan también que una mañana, terriblemente diáfana como para sugerir la costa francesa en la distancia, el viento del Canal arrojo sobre las playas del Condado de Kent, cientos de diminutos y perfectos cráneos de pájaros.


Apocalipsis ahora

            Los rumores fueron llegando, susurros hediondos como la selva que me rodea, pequeños hálitos de información traspasando la espesura. Y los hombres callaron ante mí, ellos siempre escuchan; mis hombres, mi ejército de sombras perfectas; silenciaron en sus actividades una murmuración de nerviosas consecuencias. Una barca asciende por el río hacia mí, no importa el destino, incumbe el hombre, un asesino remonta el Mekong como si su única razón de ser fuera cabalgar esas aguas eternamente turbias de cadáveres y levantar la mirada para otear la jungla en busca de mis huellas. Desde mí afiebrada atalaya, observo ese río, y mis pesadillas me dicen que sus vertientes pueden ser tanto el Gran Congo como un simple arroyuelo de montaña vietnamita. Alguien soñó conmigo este delirio, alguien  que no es mi navegante asesino, sino el hacedor de nuestros dos destinos, el que musitara las últimas palabras de horror a través de mi rostro moribundo; el maderamen sediento de ese barco tiene crujidos de barbarie y  jirones de niebla solitaria.


© Jorge Lacuadra - 2017