La
leva fue brutal y fructífera. Creo innecesario mencionar el golpe en la cabeza
con la porra de madera. Yo ya navegaba en una niebla de inconciencia y demonios
negros antes de abandonar la taberna. Digo abandonar y nada recuerdo del
tránsito desde la inclinada mesa de madera hasta esta bodega oscura y
maloliente. Presentí que otros cuerpos se apiñaban junto a mí, o sobre mí y me
hundí en un sopor de alcohol y sombras. No recuerdo haber soñado o solo fue la
fiebre de mis miembros inquietos. Fuimos despabilados con cubos de agua de mar,
los vómitos y las inmundicias se escurrieron por los imbornales. Esa primera
noche, o ese primer día de resaca y embotamiento no nos dieron de comer. La sed
nos abrazaba las gargantas donde también sentíamos el gusto a cáñamo. Tiempo
después, en medio de una luminiscencia que yo creí crepuscular, nos arrojaron
unas galletas duras y bajaron un cubo de agua turbia pero dulce. No hablábamos,
nos pesaba un silencio de condenados o de innombrables. La segunda noche, el
bamboleo del entorno y de nuestros cuerpos nos indicó que el barco había
soltado amarras y recrudecieron los mareos y el febril insomnio. En la claridad
de un incierto amanecer pudimos observar que no estábamos solos. En el extremo
opuesto del compartimiento un grupo espectral también nos observaba. Un
individuo alto, cetrino, tocado con un turbante oscuro permanecía de pie entre
un grupo de sombras acuclilladas. Sé que eran reales y no formaban parte de mis
pesadillas. En esas jornadas de terror y desasosiego no les observe probar
ningún alimento. Comenzamos a dialogar entre nosotros, como confabuladores de
un motín. Había otro de New Bedford y un gigante de Cape Cod a mi lado, ambos
marinos también, y dos indios de Narragansett cocidos de cicatrices y tatuajes.
También un negro joven que no paraba de sollozar y recorría con ojos
horrorizados nuestro inhóspito apartamento. Otros dos que parecían hermanos en
la suciedad y el abandono, compartían una gastada biblia del Rey Jacobo. Comenzamos
a barajar posibilidades para nuestro infortunio. Alguien, quizás el de New
Bedford, mencionó las temibles Islas del Guano, donde evadir el trabajo
significaba ser alimento de los tiburones, otro mencionó la fiebre y los
mosquitos infectos de la Tierra del Darién. El negro seguía sorprendido de
encontrarse entre hombres blancos. Todos habíamos bebido hasta ponernos idiotas
en diversas tabernas de la Isla de Nantucket. Un día escuchamos gritos y luego fuertes
roces a los costados del barco, luego golpes de remos alejándose. A la noche
por la enrejada escotilla vimos un resplandor dantesco y escuchamos entrechocar
de hierros y el olor terrible de la sangre y la carnicería. Por cena nos
arrojaron un trozo semicrudo de algo muy grasoso con incrustaciones fibrosas y
negras. El hambre infiel nos doblego. Uno mencionó el sabor y la consistencia
de la carne del narval. Nuestros labios brillaban de aceite y transpiración. Esa
dieta repugnante de galletas y grasa se alternó por un par de semanas.
Finalmente un día abrieron la escotilla y se nos ordenó subir a cubierta. Hacia
un par de horas que habíamos abandonado el amanecer. El sol terrible de un
océano que no reconocí nos encegueció, la piel comenzó a arder y en los labios
se nos depositó el bíblico sabor de la sal marina. Sobre el maderamen del combés,
la segunda cubierta, vimos los restos destrozados de dos botes, las tablas
trituradas por un ímpetu monstruoso. Algunos cuerpos envueltos en telas de lona
blanca yacían junto a este siniestro. La marinería toda nos observaba, tal vez
evaluando nuestras posibilidades mientras al fondo, bajo el castillo de proa,
un carpintero se ufanaba sobre unos remos nuevos. El de Cape Cod murmuro “Yo
estuve en el Essex” y nos sobrecogió un frío de espanto. Un hombre alto y serio
que resultó ser el Primer Oficial se nos aproximó con un libro enorme cuyas
tapas eran sostenidas por cintas negras. El conchabo nos prometía, o
ilusionaba, un porcentaje del beneficio de aquella aventura. Los arpones y
otros hierros perdidos se nos descontarían de la paga. Todos firmamos en una
hoja amarillenta y los indios estamparon como marca una cruz bermeja dentro de
un circulo, creí distinguir que habían utilizado su propia sangre. El nombre
barco era también era nativo, tal vez en alusión a las temibles tribus pequot o
mohegan de Nueva Inglaterra, al instante fue olvidado. Hacia popa, tomado del
mástil mayor, vimos al patrón del navío. Describirlo sería como tratar de
recortar una porción de la noche primordial con un poderoso rayo y en esa empresa
consumir también los rasgos de la figura. Se le percibía ajeno a todo lo que no
fuera funcional a una tarea empeñada. Su mirada sobre los pastizales del océano
parecía haber perdido contacto terrenal y era ya cercana a la de los iluminados
o los locos. De pronto, desde las cofas bajo un grito triple y cargado de
intensidades. El capitán giró y se aferró a los obenques clavando sus ojos en
un torbellino de espuma en la distancia. En ese traslado pudimos observar la
pierna de marfil que sostenía su continente marchito. Dos nuevos botes fueron
arriados y se unieron a un tercero ya encima de un suave oleaje que por algún
motivo me resulto extraño. Un cuarto bote permaneció izado y tomado de las
cornamusas. Yo vi al siniestro parsi del turbante y sus hombres reunirse bajo
su quilla; los unía, quizás, un lazo de sangre o de cofradía. Otra vez la
vocinglería de los hombres apostados en las cofas nos atrajo y vimos al
monstruo blanco surgir del mar. Era la forma demencial de un pez albino surgido
de una pesadilla titánica. Un fantasma espantoso, gigantesco, un cadáver pálido
y sobrenatural pero con mandíbulas de hueso. El terror atenazaba nuestros puños
sobre los fatigados remos mientras el cáñamo indócil corría entre nuestras
piernas. Y los arpones despertaban ya. Era aquella, la mañana del primer día de
caza.
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