Sobre
los abruptos acantilados de Dover, en la primavera de 1941 se produjo una
espontánea precipitación de miles de minúsculos huesecillos de aves, como si
una infrecuente ruta migratoria hubiera aligerado peso para permitir a sus
pasajeros poder alcanzar archipiélagos lejanos y desconocidos. Algunos
lugareños, hombres dados a las marinerías de oficio y a hurgar nidos en la
niebla, hablan de un miedo atávico, mezcla de antiguas leyendas de los dragones
en las cuevas del viejo castillo con los vuelos rasantes de cazas de la RAF
perseguidos por los Messerschmitt’s de la Luftwaffe. Cuentan también que una
mañana, terriblemente diáfana como para sugerir la costa francesa en la
distancia, el viento del Canal arrojo sobre las playas del Condado de Kent,
cientos de diminutos y perfectos cráneos de pájaros.
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