Príamo, rey de Troya,
duerme cerca de la tienda del pélida Aquiles. Príamo tiene un sueño inquieto, a
sus pies también se acurrucan los miembros flacos del anciano Ideo, el viejo vocero
de la corte. Es noche cerrada sobre el recinto de naves aqueas, hogueras bien
alimentadas, leña de la cual carecen los troyanos, alejan el frío de los
cuerpos, no lejos de allí, guerreros terribles restañan heridas y soportan
dolores horrendos.
Príamo, decíamos, tiene
un sueño, el cansancio de la duermevela de los últimos días ha agotado su
cuerpo. En su sueño observa, no sin sorpresa, que en la boca abierta de ciertos
dioses futuros habita aún la palabra “Troya” y que en extraños pergaminos y
libros perduran los nombres inmortales de Áyax el Grande, Helena y Paris,
Odiseo o Agamenón entre otros no menos sustanciales. Se regocija en el sabor
grato que es escuchar aún el nombre de su hijo Héctor, el más valiente entre
los aqueos.
En su sueño esos dioses
ven en su padecer hechos quizás históricos, desligados del mito, ignorando que
toda mitología es real porque sojuzga la
acción y el pensamiento de hombres más verdaderos, tal vez menos actuados, que
los declarados de las enciclopedias o los manuales de historia. La muerte de su
hijo siempre fue real, como los versos que en su sueño un aedo ciego comienza a
declamar.
De los hechos de la
materia de Troya, nada más conmovedor y trágico que la humillación de un padre,
y por destino rey, al rescatar el cuerpo de su hijo muerto en combate de manos
de un enemigo impredecible. Más de nueve años han trascurrido de escaramuzas
entre aqueos de largas grebas y troyanos. Combates no desprovistos de belleza, buenas
artes de golpes, fintas y espadas, carnicerías que inclinaron la balanza ora en
un lado olímpico, ora en otro, terrenal. Pestes que asolaron campamentos, el
Escamandro cubierto de cadáveres cercenados por el pélida. Hechos álgidos pero no
menos caros que la hambruna o el esclavismo.
Príamo aún tiene
estiércol en las enflaquecidas manos y cenizas en su cano pelo, su larga barba,
otrora espuma del mar, luce hirsuta y ennegrecida de polvo y lágrimas. Ya no es
igual a un dios, como cantaron los aedos, más bien es un despojo arrojado desde
las murallas troyanas. Ha abrazado las rodillas del asesino y compartido el
llanto, ha llevado a su divina boca seca y llagada, las manos encallecidas del
matador de hombres, ha sentido un miedo que no es de este mundo. Príamo ha
venido en busca del cadáver de su hijo, junto a su heraldo ha atravesado la
llanura erizada de argivos, como un ladrón en la noche, o como si fueran viejas
y oscuras plañideras, nadie ha osado mirarlos.
Se prefigura un drama
secreto en la tienda del héroe aqueo, como el de Guayaquil o el orquestado
entre las sombras furtivas de Barranca Yaco, donde Santos Pérez cometió el
ultraje cobarde del cuerpo de un General valiente. Como aquel, ni siquiera los
dioses fueron testigos, solo los tres hombres sabrán de las palabras allí
pronunciadas. Solo el viejo heraldo, quizás mudo, tal vez ciego, posiblemente solo
muy viejo y también sordo, que de esas soledades y tristezas, como único
testigo, sobrevive.
Mezquinos datos aporta
la historia sobre el anciano vocero, tal vez y como espectador de primera mano,
su nombre fuera otro, tal vez Homero, ya que los hombres que no estaban hechos
a la guerra eran destinados a la poesía, o a la memoria. De los tres personajes
solo uno tiene más de real que los otros dos, a estos otros los animan dioses
estéticos e indolentes. Pocos días faltan, doce a lo sumo, para que el gran
Aquiles por las flechas de Paris, el de hermosa estampa, sea muerto y a la vez
su único hijo Neoptólemo, conocedor de las habitaciones del célebre caballo de
madera, diera muerte al rey de Troya en las oscuridades de Palacio.
En el suelo de la
tienda, el rescate de un muerto, peplos de las mejores lanas de Ática, mantos, pieles
de seleccionadas cabras, túnicas de Esciro, trípodes bellamente labrados, doce
de cada uno que es el número sagrado de Casandra y el número mágico que
gobierna los cuerpos celestes en las antiguas astronomías, también lo
enunciarán las doce Tribus, los doce dioses de Platón o la docena de nombres
atribuidos a Odín. En metálico, solo diez talentos de oro, una fortuna para un
soldado y también la legendaria copa de Tracia, que fuera el orgullo del Dardánida
en el extranjero.
La cena, oveja sazonada
al estilo de Ítaca y pan. Aquiles sabe que las vicisitudes de la guerra imperan
mejor sobre un estómago lleno, ya que en esos días, el instante siguiente,
puede ser el ulterior y definitivo. Es una cena y un homenaje, al gran Héctor,
domador de caballos y al mirmidón Patroclo que también los amaba. De haberse
conocido en un escenario distinto, ambos héroes hubieran hablado con
entendimiento de armas excelentes y de cuadrigas.
Doce días el incorrupto
cuerpo resiste los vejámenes del pélida. En el rosado amanecer que toca en
suerte desde el Egeo, Aquiles inicia cada jornada arrastrando el despojo de
Héctor por tres veces alrededor del túmulo de su amigo Patroclo. Ni la ciega larva
ni los humores pútridos habitan o hacen edificio en el domador de caballos. La
tienda solo huele a madera de abeto, los cueros engrasados con pez y la acidez
de los orines del bronce. Lavado con indiferencia, ungido en aceites carísimos
por orden de Aquiles, una mortaja impecable envuelve ahora a Héctor en el
exterior de la tienda.
El pélida habla en voz
baja con su amigo muerto. Sostiene un diálogo que raya la locura y los
sentimientos. Patroclo, seguramente, aceptará estas ofrendas y las lágrimas del
pélida. En la llanura, a sus espaldas, los cadáveres alimentan los gusanos.
Sabe, intuye, que Príamo hará los honores al amado Héctor pero al duodécimo día
peleará. Troya, según los vaticinios, que son muchos, caerá. Aquiles también
discierne que su vida ha de ser breve, ningún semidiós muere de viejo, ningún
guerrero de su talla llegará a ser rey o apacentará ovejas en las islas del Thálassa.
Han pernoctado, Príamo
e Ideo, fuera de la tienda, tal vez bajo los carros, con abrigos provistos por
el aqueo. Príamo ha tenido un sueño desprovisto de tiempo. Ha visto dioses del
futuro preguntándose por el color de los cabellos de Helena, el motivo o la excusa
para la movilización de mil naves, o por la cólera del pélida. Historiadores de
ese futuro, creerán que un aedo ciego ha soñado, cuando lo que importa más allá
del soñador y del sueño, es el soñar. De la Barca adujo con sabiduría “que toda
la vida es un sueño” y luego afirmó con la maestría de los que no dan
importancia a algo porque lo han vivido todo, “y los sueños, sueños son.”
En la lejanía de unas
murallas que ya acaricia el alba, Hécuba, la segunda esposa de Príamo, llora un
hijo que era como un dios en la batalla y llora un rey que ya cree muerto a
manos del homicida argivo. Nada sabe del respeto que los dos hombres se han
tenido, señores de la guerra que han cruzado sus lágrimas de duelo. Tampoco
sabrá del temor último de Príamo y de su heraldo y de la carrera por el campamento aqueo donde
ningún durmiente de largas grebas despertó.
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