La
leva fue brutal y fructífera. Creo innecesario mencionar el golpe en la cabeza
con la porra de madera. Yo ya navegaba en una niebla de inconciencia y demonios
negros antes de abandonar la taberna. Digo abandonar y nada recuerdo del
tránsito desde la inclinada mesa de madera hasta esta bodega oscura y
maloliente. Presentí que otros cuerpos se apiñaban junto a mí, o sobre mí y me
hundí en un sopor de alcohol y sombras. No recuerdo haber soñado o solo fue la
fiebre de mis miembros inquietos. Fuimos despabilados con cubos de agua de mar,
los vómitos y las inmundicias se escurrieron por los imbornales. Esa primera
noche, o ese primer día de resaca y embotamiento no nos dieron de comer. La sed
nos abrazaba las gargantas donde también sentíamos el gusto a cáñamo. Tiempo
después, en medio de una luminiscencia que yo creí crepuscular, nos arrojaron
unas galletas duras y bajaron un cubo de agua turbia pero dulce. No hablábamos,
nos pesaba un silencio de condenados o de innombrables. La segunda noche, el
bamboleo del entorno y de nuestros cuerpos nos indicó que el barco había
soltado amarras y recrudecieron los mareos y el febril insomnio. En la claridad
de un incierto amanecer pudimos observar que no estábamos solos. En el extremo
opuesto del compartimiento un grupo espectral también nos observaba. Un
individuo alto, cetrino, tocado con un turbante oscuro permanecía de pie entre
un grupo de sombras acuclilladas. Sé que eran reales y no formaban parte de mis
pesadillas. En esas jornadas de terror y desasosiego no les observe probar
ningún alimento. Comenzamos a dialogar entre nosotros, como confabuladores de
un motín. Había otro de New Bedford y un gigante de Cape Cod a mi lado, ambos
marinos también, y dos indios de Narragansett cocidos de cicatrices y tatuajes.
También un negro joven que no paraba de sollozar y recorría con ojos
horrorizados nuestro inhóspito apartamento. Otros dos que parecían hermanos en
la suciedad y el abandono, compartían una gastada biblia del Rey Jacobo. Comenzamos
a barajar posibilidades para nuestro infortunio. Alguien, quizás el de New
Bedford, mencionó las temibles Islas del Guano, donde evadir el trabajo
significaba ser alimento de los tiburones, otro mencionó la fiebre y los
mosquitos infectos de la Tierra del Darién. El negro seguía sorprendido de
encontrarse entre hombres blancos. Todos habíamos bebido hasta ponernos idiotas
en diversas tabernas de la Isla de Nantucket. Un día escuchamos gritos y luego fuertes
roces a los costados del barco, luego golpes de remos alejándose. A la noche
por la enrejada escotilla vimos un resplandor dantesco y escuchamos entrechocar
de hierros y el olor terrible de la sangre y la carnicería. Por cena nos
arrojaron un trozo semicrudo de algo muy grasoso con incrustaciones fibrosas y
negras. El hambre infiel nos doblego. Uno mencionó el sabor y la consistencia
de la carne del narval. Nuestros labios brillaban de aceite y transpiración. Esa
dieta repugnante de galletas y grasa se alternó por un par de semanas.
Finalmente un día abrieron la escotilla y se nos ordenó subir a cubierta. Hacia
un par de horas que habíamos abandonado el amanecer. El sol terrible de un
océano que no reconocí nos encegueció, la piel comenzó a arder y en los labios
se nos depositó el bíblico sabor de la sal marina. Sobre el maderamen del combés,
la segunda cubierta, vimos los restos destrozados de dos botes, las tablas
trituradas por un ímpetu monstruoso. Algunos cuerpos envueltos en telas de lona
blanca yacían junto a este siniestro. La marinería toda nos observaba, tal vez
evaluando nuestras posibilidades mientras al fondo, bajo el castillo de proa,
un carpintero se ufanaba sobre unos remos nuevos. El de Cape Cod murmuro “Yo
estuve en el Essex” y nos sobrecogió un frío de espanto. Un hombre alto y serio
que resultó ser el Primer Oficial se nos aproximó con un libro enorme cuyas
tapas eran sostenidas por cintas negras. El conchabo nos prometía, o
ilusionaba, un porcentaje del beneficio de aquella aventura. Los arpones y
otros hierros perdidos se nos descontarían de la paga. Todos firmamos en una
hoja amarillenta y los indios estamparon como marca una cruz bermeja dentro de
un circulo, creí distinguir que habían utilizado su propia sangre. El nombre
barco era también era nativo, tal vez en alusión a las temibles tribus pequot o
mohegan de Nueva Inglaterra, al instante fue olvidado. Hacia popa, tomado del
mástil mayor, vimos al patrón del navío. Describirlo sería como tratar de
recortar una porción de la noche primordial con un poderoso rayo y en esa empresa
consumir también los rasgos de la figura. Se le percibía ajeno a todo lo que no
fuera funcional a una tarea empeñada. Su mirada sobre los pastizales del océano
parecía haber perdido contacto terrenal y era ya cercana a la de los iluminados
o los locos. De pronto, desde las cofas bajo un grito triple y cargado de
intensidades. El capitán giró y se aferró a los obenques clavando sus ojos en
un torbellino de espuma en la distancia. En ese traslado pudimos observar la
pierna de marfil que sostenía su continente marchito. Dos nuevos botes fueron
arriados y se unieron a un tercero ya encima de un suave oleaje que por algún
motivo me resulto extraño. Un cuarto bote permaneció izado y tomado de las
cornamusas. Yo vi al siniestro parsi del turbante y sus hombres reunirse bajo
su quilla; los unía, quizás, un lazo de sangre o de cofradía. Otra vez la
vocinglería de los hombres apostados en las cofas nos atrajo y vimos al
monstruo blanco surgir del mar. Era la forma demencial de un pez albino surgido
de una pesadilla titánica. Un fantasma espantoso, gigantesco, un cadáver pálido
y sobrenatural pero con mandíbulas de hueso. El terror atenazaba nuestros puños
sobre los fatigados remos mientras el cáñamo indócil corría entre nuestras
piernas. Y los arpones despertaban ya. Era aquella, la mañana del primer día de
caza.
28 abril 2016
27 abril 2016
Autor invitado: Gonzalo Hausser
Teratogénesis
La
nada, el blanco cegador de la inconsciencia, un sonido lejano, imperceptible al
comienzo, como un pulso, un latido, un corazón que llama a la guerra.
Pero
para estar dispuesto a librar combate, primero hay que existir, adquirir forma
y tomar consciencia de la propia entidad, del propio ser.
A ello
estaba destinado el pulso lejano, el latido que ya adquiría las dimensiones de
un relámpago atronador, a levantar legiones dispuestas al combate, millones que
librarían la última guerra, el combate primordial contra el tirano de la carne
y las consciencias dormidas.
Pronto
se levantarán ejércitos cuyo único hálito vital significará la destrucción,
arrasar, no dejar piedra sobre piedra.
La
victoria a través de la auto aniquilación, locura suicida con el único fin de
cambiar lo establecido, de forzar a la naturaleza misma, de violarla y quitarle
sentido.
Hace
unos instantes no existías, y ahora estás aquí, respiras, te mueves y conoces
tu misión, vaya si la conoces, tu nacimiento mismo es tu "misión",
aquello que es tu designio y te da razón de ser.
Pero
te cuesta asimilar que has sido arrancado de la nada misma solo para luchar y
volver al final a la misma nada, asimilar que fuiste depositado en este lugar
que te parece ominoso, frío y peligroso...
Te
reconforta el hecho de no saberte solo, tu nacimiento viene acompañado de
millones como tú, milagroso nacimiento multitudinario, legiones abigarradas de
soldados temblorosos pero letales, dejados en una tierra extraña, una tierra
alienígena, que los siente, los huele, que ya sabe de vuestra presencia, y esta
tierra buscará tu muerte y la de tus hermanos.
La
oscuridad del entorno se ilumina con millares de descargas, es el comité de
bienvenida, se huele la muerte, que comienza a campar a sus anchas cual mastín
del infierno babeando entre la corruptela de los cuerpos desmembrados.
Ya
sabes cuál es tu misión, serás la avanzada que llegará a las blancas columnas
gemelas, una vez conquistadas, establecerás el puesto de mando central y de
allí a la conquista global, al santuario púrpura de los monjes escarlata, a las
grandes planicies donde pacen los rebaños, y de salir todo bien, al centro
Madre, a la gran ciudad donde todo se decide, y allí a plantar la bandera de la
victoria, en el mismo centro neurálgico de esta tierra babélica, cargada de
pecados y pesares.
El
momento ha llegado, la orden de inicio del ataque ha sido emitida, te pones en
marcha, codo a codo con tus millones de hermanos, avanzas por interminables
autopistas, y entonces los ves, salen a tu encuentro los soldados del ejército
rojo, luchan, no muy convencidos, entiendes que no son el verdadero enemigo, se
pueden corromper fácilmente, volverlos aliados, nuevos soldados para la causa.
Los
verdaderos enemigos pertenecen a un antiguo cuerpo de elite, son el Ejercito
Blanco, fantasmas portadores de muerte y venganza, a ellos no se los puede
corromper, no se venden, no les interesa siquiera escuchar, atacan ciegamente,
los mueve un furor homicida, son tu Némesis y el mayor obstáculo en tu camino.
El
combate es cuerpo a cuerpo, sangriento, una epopeya dramática, ambos bandos
sienten la enorme sangría, pero los tuyos comienzan a prevalecer, ya están
dejando su marca, y el enemigo lo siente en sus mismas entrañas.
Entonces,
cuando la victoria parecía segura, cuando ya nada parecía interponerse en tu
camino y el de tus hermanos, algo sucede, algo comienza a llover de los cielos,
es el enemigo, el maldito enemigo contraataca con todo su poder, los abismos
mismos del averno parecen abrirse. Explosiones fosforescentes de radiactividad,
nubes cargadas de sustancias químicas, rayos que iluminan la noche con colores
nunca vistos, y de repente...sientes el dolor...
El
dolor te lacera hasta los tuétanos, este dolor es aún peor que haber nacido, el
dolor es multicolor y multiforme, asciende en remolinos de fuego insoportables,
se derrama como voluptuosa lava destructora, y tienes que retroceder, o serás
destruido junto a tus hermanos...
¿¿Cómo
va respondiendo al tratamiento... Doctor??
-Quédese
tranquila señora, los tumores eran muy agresivos, y temí lo peor, pero el
ataque con rayos y quimioterapia los está aniquilando, tengo las mejores
expectativas.
Gonzalo
Hausser, cuenta con 42 años, es Supervisor de Seguridad, ha hecho media carrera
de Historia. Amante de lo extrañamente épico y la fantasía macabra. Palabras
referenciales de Ashton Smith, Jean Lorrain, Arthur Machen o William Hodgson.
Discípulo del ciclo Lovecraft. Bienvenido a mi blog.
Autor invitado: Alejandro González Foerster
EL
SENDERO
Ayer he
desandado el camino por donde siempre volvíamos del río, digo lo he desandado
pero me parece que estoy diciendo mal porque ¿te acordás? nunca lo usábamos
para llegar hasta la orilla, el camino de ida era lanzarnos por esa ladera
cubierta de hierba y vertiginosa, había que hacerse un ovillo muy flexible,
cubrirse bien la cabeza con las manos y recoger las piernas contra el pecho,
única forma de llegar más o menos sano y salvo hasta el agua que brillaba,
transparente.
Imposible volver
por el mismo sitio, era un viaje con boleto de ida sola; para regresar había
que resignarse a la pauta consabida de un sendero, después de aquella mágica
rodada y de las zambullidas desde las piedras altas nos parecía una especie de
humillación, nadie lo decía pero se nos notaba en el cansancio de los gestos,
en las palabras, pocas y aletargadas, en el modo de no mirarnos al retornar.
Ayer he ido
caminando despacito por ese sendero que nunca había transitado; ya sé, vas a
decir que fueron cientos las veces que lo anduvimos, pero te juro que yendo es
otra cosa, yendo y no viniendo no es el mismo, te aseguro que es un atajo
diferente. Además de que fui yo solo, faltaban vos, la Baby y la Negrita,
faltaba todo, podríamos decir, y yo iba caminando y asombrándome de lo distintos
que puede resultarnos cualquier cosa -hasta un rostro, ahora estoy seguro- si
lo recorremos en un sentido no habitual.
¿Por qué lo
hice? Porque quería volver a ver el sitio donde creemos que te fuiste para
siempre, mejor dicho la boca de ese sitio, la hipotética entrada a ese otro
lado donde todos suponen que existís, aunque bien saben que nunca te
encontraron, no te encontramos por más que te buscamos durante días y meses (y
van años), como la Baby, que todavía te está buscando, o como yo, que te busco por
etapas, tal vez cuando te extraño demasiado, o en una de esas cuando me siento
solo.
Pero el sendero
me iba demorando. ¿Cómo te explico? No me detenía pero de algún modo me
frenaba, impulsándome a observar cada detalle, sorprendiéndome con cada
diferencia, obligándome a preguntarme a cada rato si la memoria no me estaba
traicionando, si era ese el sendero que siempre recorríamos para volver del río
hasta la casa.
Y para colmo me
embaucaba de lo lindo: cuando creía haber encontrado alguna prueba, una demostración
de que sin duda era ese, enseguida aparecía una contraprueba: un recodo no
recordado ni en pesadillas, un árbol totalmente desconocido, unas piedras que
parecían de otro mundo.
Así,
reconociendo y desconociendo, fui bajando hasta el río, hasta el lugar donde
supuestamente emprendíamos la vuelta. Al final de una curva inesperada me dejó
casi ciego el resplandor del agua. Y entonces supe. Ese no era el sendero que
utilizábamos. Me había equivocado por completo.
Miré el río, el
paisaje desconocido. Todo era arena y piedra, no había verde, y el agua era más
baja y más brillante, y aquello parecía otro planeta.
¿Por qué repito
esa letanía idiota sobre la sensación de hallarme en otro lado? Tal vez porque
me encontraba en otro lado. Porque apenas llegué a la orilla me di cuenta de
que todos le habíamos errado; de que era ese, el sitio donde estaba, el lugar
donde algo te había llevado.
Lo supe por el
modo en que el sitio me miraba, y podés pensar, si querés, que estoy chiflado.
Pero era así, me observaba y se reía. Y me decía con voz de agua entre las
piedras: ¿Te das cuenta? Sos el único que lo sabe. ¿Te sirve de algo? ¿Para
extrañarlo más? ¿Para preguntarte más obsesivamente aun cómo fue posible que
algo se lo llevara?
Y brillaban, esa
agua y esas piedras. Brillaban como si fueran la última realidad, esa de las
que vos a veces nos hablabas: la que se esconde detrás del velo, y todo eso.
Pero la última
realidad, estoy seguro, no se hubiera reído así de mí.
De mí, de vos,
de nosotros, los humanos, que entonces éramos jóvenes e impetuosos y
arrasábamos el paisaje a pura fuerza, elegíamos lanzarnos por la pendiente,
romper el agua con nuestras zambullidas, desajustar la armonía de las piedras,
pensar que éramos los dueños del lugar.
No sé, no me
respondés. Y yo sé que algo está a punto de suceder. Pobre Negrita, pienso,
siempre preocupándose por mí. Pobre Negrita, siempre con la idea fija de que
los hombres somos menos fuertes, que tu ida me afectó como a ninguno pese a que
la Baby te busca cada día, cada día de su vida te está buscando así como la
Negrita me va a buscar a mí después de que ocurra eso que está a punto de
ocurrir.
Relato tributo a Ylla, de Ray Bradbury (por Jorge Lacuadra)
Lluvia suave
“-Has soñado otra vez -dijo el señor K-.”
Lo sabe, y lo entiende por fin
ahora. Que toda su historia se puede condensar en un punto, en un instante. Una
luz nítida que arrastra el tiempo hacia el presente, la llama que retorna hacia
la fría antorcha, la arena que remonta el ápice abierto, la flor que vuelve a
ser capullo hermético. Lo comprende perfectamente ahora, el capitán Nathaniel
York, al ver la máscara de plata a pocos pasos de tu sombra.
Y recuerda de pronto, el invierno en
Ohio y el reflejo de la nieve entre los pinos silenciosos. Los días en que el
sol solo era un globo velado colgado de un cielo de color humo. Las largas
horas de entrenamiento en la Base, junto a su amigo Bart. Soportando el frío,
las noches de insomnio, los exhaustivos exámenes y los períodos de falso sueño. Recuerda haber practicado mil veces el preciso descenso
de la nave, sin saber que tan extraño sería aquel lugar.
La valentía tonta de ser los
primeros.
La Primera Expedición a Marte.
Casi no recuerda el lanzamiento.
Salvo que el invierno se trasformó en verano. Y luego los meses en sueño.
Al principio pensó que era por culpa
el agotamiento, la tensión de la partida, el síndrome del cohete. Es casi
seguro que las visiones comenzaron tres meses después de despedirse de la vieja
Tierra, mientras la preciosa cuenta azul se empequeñecía tras las ventanillas
de grueso cristal de la nave.
Formas y colores que interrumpían
sin permiso la oscuridad de su sueño y sacudían sus entumecidas emociones. Y no
le era posible comunicarle a Bart, lo que era solo un germen en su mente.
Lo primero que vio fueron unas
estructuras abiertas, varias columnas con capiteles extraños y unos muros de
cristal.
El lugar estaba abierto a un valle
desértico, un campo de dunas y sin embargo muy cuidado. Por algún motivo tenía
la sensación de que a pesar de las ventanas y los amplios patios soleados, el
recinto parecía una prisión, tal vez, para alguien, o algo. Una lluvia suave y
aromática descendía desde los capiteles. Había muy pocos muebles, unos pocos
libros extraños. Una mano delicada, que él sabía no era suya, se acercaba a las
paredes de cristal y tomaba un objeto que semejaba un fruto de color dorado.
Siempre despertaba antes de ver al
poseedor de aquella mano. Los controles del cohete requerían su atención en la
ya cercana aproximación al planeta Marte, al acabarse el tiempo de vuelo
automático. Por las ventanillas el rojo disco se dilataba minuto a minuto y de
vez en cuando alcanzaba a observar el tránsito de una de sus lunas, le parecía
que, con apenas extender una mano, podría tocarla. Luego volvía al sueño
inducido por otro día más.
Eran días lentos y silenciosos.
Durante el siguiente sueño lo
invadió una sensación de fastidio y de resignación que no supo explicarse a sí
mismo. Entonces Nathaniel se agitó inquieto en su litera anatómica y cruzó una
mano sobre su pecho, por sobre los cables y acoples de sustentación. Entre las paredes
de cristal vio a la mujer de piel parda y cabellos rojizos que caminaba y
miraba hacia las orillas de un enorme mar seco e inmóvil. Vio sus hermosos ojos
rasgados de pupilas amarillas, los vio llenos de algo que en la Tierra llamaría
hastío o rutina.
Había en ellos la nostalgia que solo
se aprecia en los años transcurridos, el desgaste de las esperanzas.
Quería comunicarse con ella. En su
cabeza se formaron las palabras, le dijo: "Vengo del tercer planeta. Me
llamo Nathaniel York..." y observó el rubor en sus mejillas claras. Le
quería explicar su propósito, su destino, solo pudo mencionar la soledad de ese
primer viaje, de esa primera expedición. Solo recordaba una canción en ese
momento, una vieja canción de amor.
Le cantó entonces sobre las miradas, sobre el compromiso de ofrecerse
mutuamente, sobre una copa llena de besos sobre la que ya no derramarías vino.
No pudo ver que cerca de ella,
alrededor de ella, había una sombra.
La habitaba un fantasma también de
arena.
Ese fantasma interceptaba su sueño.
Hacía que se revolviera inquieto y angustiado. Quería destruir su ilusión. Vio
de pronto unos pájaros de fuego volando bajo las dos lunas de Marte arrastrando
con cintas verdes una barquilla exótica. Los pájaros lo alejaban de la mujer. Vio
la palidez de hueso del desierto, las colinas azules allende a las ciudades
muertas, los viejos canales aún teñidos de verde. Los deltas secos como garras
petrificadas.
Comenzó a enamorarse, lo supo, cuando
con un movimiento delicado como el vuelo de una libélula, ella colocó entorno a
su delgado cuello una bufanda de neblina azul. Imaginó de pronto que lo
envolvía su perfume vaporoso.
Los mecanismos del cohete le
anunciaron que ese sería el último día de viaje. Sin embargo, el capitán
Nathaniel York, solo quería dormir.
Regresar a su sueño.
Aún entre el chasquido de los
propulsores y la vibración de los controles.
Vio el cuerpo de la mujer suspendido
entre el suelo y un techo de cristal, flotando imposible en una bruma
blanquecina. Ella navegaba en un mar fósil de anhelos. Cuando despertó (de ese
sueño dentro de un sueño) él le habló, le transmitió sus palabras, le hizo
bromas en un idioma inverosímil. Luego le dijo que era hermosa y observo la
turbación que en ella causaba ese susurro. Su deseo de besarla se hizo
tangible, creyó entrever la excitación en sus finos labios. La besó aun
sabiendo que una sombra que no podía definir también velaba sus sueños.
Le prometió que la llevaría en la
nave, que le mostraría el planeta azul.
De pronto ella comenzó a mostrarse
diferente, nerviosa, distraída en otras urgentes prioridades. Él lo supo por el
cambio de colores en su visión, como el cambio de colores frente a una
tormenta. Había cosas que ya no podía ver. Sintió su pensamiento dividido, su
temor creciente y también un cambio de actitud. De rechazo para también
protegerlo.
En su cabeza tomó forma una alerta,
un grito.
Una voz dura que no era la de ella
dijo: “¿Dónde va a descender su maldita nave?” y luego la confirmación de lo que
solo él sabía “-¿En el valle Verde, no es así?”
Por la tarde.
El cohete desciende. Llegaron.
Sienten el alivio de haber dejado
atrás tantos peligros, tanto espacio negro. Nathaniel y su amigo Bart acomodan
sus uniformes, eliminan las arrugas del viaje. Se sienten satisfechos,
eufóricos. Son los primeros hombres en Marte. El esfuerzo y los sueños quedan
atrás y es el comienzo de las cosas prácticas y los protocolos.
Abren las escotillas y el primero en
salir es el capitán Nathaniel York. La vista del verde valle despierta en su
cabeza un sentimiento dormido. Quizás recuerda la Tierra, si no fuera todo desierto
y colores saturados de polvo y olvido. Si a lo lejos no yaciera ese canal seco
y más allá la colina azul.
Desciende por la escalera y posa un
pie en la arena.
No lo nota al principio, pero luego
se da cuenta que ha comenzado a cantar. Una vieja canción de la Tierra que
habla de dulces miradas y de vinos. El aire es sofocante como en los momentos
de espera antes de una tormenta.
Pero no hay tormenta.
Y de pronto comprende.
Lo ve a él de pie a unos pasos de la
nave. Su pequeño cuerpo pardo, su máscara de plata que oculta las facciones
ondulantes. Ve el arma larga y los fuelles, el zumbido terrible que emiten los
fuelles. El dorado veneno.
Lo que la máscara no muestra lo
insinúa el cuerpo. La tensión, los celos.
Nathaniel intenta rebuscar en su
cabeza el recuerdo de ella, su voz, que en sus sueños sonaba musical y
deseable. Busca la lluvia suave de los capiteles en la tarde y presiente que ella
está cerca. Pero solo lo asiste el silencio.
Lo entiende todo, por fin lo
entiende.
Escucha un ruido terrible, un
aullido de insectos.
Y los aguijones que se clavan en la
carne. Nathaniel está muerto antes del segundo disparo.
A lo lejos una mujer llora porque ha
olvidado una canción.
A orillas de un mar seco.
Escritora invitada: Mónica Russomanno
PROTOCOLO DE PROGRESO
La
llegada a ese planeta fue como siempre, primero la observación desde lejos, la
preparación del informe, la espera de las evaluaciones, toda la burocracia que
se pone en marcha en cada ocasión en que contactamos un ambiente propicio para
la vida.
Hemos
descubierto bastantes planetas habitados a lo largo de los siglos, pocos con
vida y un escasísimo número de civilizaciones. Por esto es que no fue
indiferente la noticia de que en éste no solamente hay vida inteligente sino
organizada.
La
primera observación fue que los seres inteligentes se encontraban en todo el
planeta en el mismo estadio de evolución, compartían una cultura común y no se
observaban conflictos en ninguna de las regiones. La homogeneidad era lo más
destacado y sorprendente, algo que hasta ahora no tiene paralelo en ningún otro
de los planetas conocidos.
Antes
de realizar contacto y siguiendo el protocolo se fue elaborando un informe
completo en todos los aspectos, desde la conformación mineral y geológica del
planeta a una detallada y enciclopédica descripción de fauna y vegetación,
dejando para la culminación el estudio de los seres inteligentes con su
lenguaje, arte, historia, saberes de todo tipo.
Es en
esta etapa final en la que fui enviado para hacer contacto.
Estuve
orbitando un largo tiempo mientras me familiarizaba con vocablos, pronunciación
y gestos. Fui escogido entre otras causas debido a que mi raza es la más
parecida a esta. Soy un poco más oscuro y la distancia entre los ojos es
diferente, pero en general puedo pasar por uno de ellos que hubiese tenido
alguna deformación de nacimiento.
Cuando
bajé a la superficie escogí una zona que para ellos es fría pero que para mi
percepción de la temperatura es la más benigna, y con suplementos médicos logré
compensar el oxígeno.
A los
primeros días los pasé en una zona rural, aclimatándome y acostumbrando mis
músculos a la gravedad. Ya conocía bastante bien sus costumbres y llevo por
supuesto un sistema de ordenador incorporado que me proporciona la información
que pueda requerir.
El
primer contacto en la campiña fue con un hombre que pasó llevando leña y me
miró con el rabillo del ojo, como se observa disimuladamente a los minusválidos
o a los seres de otra raza. Nos saludamos cortésmente y me dirigí al poblado.
La
evolución de estas gentes se encontraba en el estadio de vida campesina, con
granjas y pequeños pueblos donde se agrupaban los artesanos y se realizaba la
actividad política. No había ciudades ni un centro mundial, sólo poblados
rodeados de establecimientos rurales, y la misma extendida cultura. Lo más
inexplicable es que esta etapa de su civilización abarcase todo el planeta, y
durase milenios.
Nuestras
investigaciones previas habían demostrado que la cultura única se había formado
hacía miles de años (tiempo terrestre) y desde entonces no había sufrido ningún
cambio significativo. Esto era intrigante, ya que no habíamos hallado algo
similar en ninguna galaxia.
Me
presenté en el pueblo en un comercio de insumos, saludé al dueño en la forma
ceremonial y le pregunté si había trabajo para un hombre saludable. Se
conmocionó visiblemente, y con muestras de respeto inquirió el porqué de mi
necesidad de trabajo, el porqué de mi soledad, como quien sabe que responder
será doloroso, y ya excusándose con el gesto.
Le
mentí un incendio en la granja de mis padres y expuse la historia ya preparada
para integrarme en la comunidad.
La
enorme pena que le provocó el que yo hubiese quedado solo me conmovió. Son unos
seres muy emotivos y para ellos, profundamente gregarios, la desgracia que se
había abatido sobre mí era inimaginable.
Me
mostré afectado. Atento a mis sentimientos, no me interrogó más y me indicó una
granja donde podrían adoptarme.
Puede
parecer inútil, pero estas observaciones de campo son parte del protocolo de
acercamiento a las civilizaciones descubiertas. Es posible que este paso se
obvie en el futuro, pues algunos sociólogos han muerto o sufrido violencia en
algunas misiones, y los científicos últimamente no tienen demasiado en cuenta
nuestros relatos, pero yo disfruté de ser el primero en pisar suelo virgen.
Después
de llegar a la granja y llamar a la puerta hube de esperar a ser atendido por
el padre. La organización es familiar con una cabeza masculina que funciona
como consejero, patrón, educador y sacerdote de dioses lares. A veces conviven
dos o más familias, pero el varón principal es el mayor en edad y toma a su
cargo a los hermanos con sus hembras y sus hijos.
En
esta granja había solamente un grupo familiar, por lo que contaban con
habitaciones vacías y la posibilidad de acoger otro integrante.
Desde
el primer momento me trataron como uno más. Tuve mi lugar en la mesa, me
proporcionaron algunos vestidos evidentemente confeccionados por ellos mismos,
pusieron elementos de limpieza a mi alcance.
La
vida era perfectamente planificada desde el amanecer al anochecer según las
necesidades del trabajo, que estaba distribuido con justicia entre todos los
integrantes de la familia. No había peleas, nadie se quejaba, los niños
aprendían de los mayores todo lo necesario para la vida cotidiana. Mi
personalidad me ha hecho participar de algunas riñas en mi juventud, pero el
mecanismo vital de estos seres limaba cualquier aspereza que pudiese dar lugar
a una disputa.
No
habían tenido guerras desde miles de años atrás, la misma palabra “guerra” no
existe aunque puede evocarse el significado al referirse a la quita de malezas,
a la limpieza de ciertos parásitos que anidan en los techos y circunstancias de
ese tipo.
Anoté
las peculiaridades de su cultura, que se van revelando en la convivencia. En
líneas generales todo era conocido por el estudio previo, pero mi visión
proporcionaba un registro para el futuro de situaciones vitales aún sin
influencia de otra cultura como la nuestra.
Estos
seres eran vegetarianos, aunque poseen colmillos que evidencian un remoto
pasado en el que fueron carnívoros. Buena señal, pues tenemos mucha existencia
de ganado pasible de ser comercializada. Su medicina es muy rudimentaria, y
nosotros somos productores de un amplio abanico de medicamentos. Utilizan metal
pero los yacimientos son casi vírgenes. En suma, era un mercado inexplorado con
gran potencial de intercambio.
Yo
pertenezco al planeta tierra, donde mi especie inteligente en pleno estadio de
formación logró exterminar a otros homínidos que pudiesen presentar batalla por
territorio o alimentos. Poseemos una violencia que logró acortar
considerablemente las etapas evolutivas, de sociedades primitivas como la de
este planeta a una economía feroz de aprovechamiento extenso de recursos. Como
en otros planetas, hubo un apocalipsis de guerras internas que acabó con la
mayoría de las especies animales y vegetales, dejando relativamente pocos
habitantes, un gran nivel tecnológico y la puerta abierta a ser contactados por
otra especie inteligente para iniciar el comercio interestelar.
Mientras
compartía la mesa de la granja con individuos serenos y afectuosos, imaginaba
mi próximo trabajo, consistente en sembrar la semilla de la evolución social.
Sería relativamente sencillo pero dadas las condiciones la germinación seguramente
tomará más tiempo del estándar.
Según
las características de cada especie tenemos diversos protocolos. Aquí la
estabilidad se encuentra fundada en la homogeneidad de la cultura, la
inexistencia de una religión dependiente de poderes centrales, la atomización
de las sociedades en aldeas regidas por una democracia real, la naturaleza
pacífica de los individuos. En suma, la absoluta falta de competencia que actúe
de movilizador de la historia. Como en algunas antiguas sociedades de mi
planeta, carecían de la noción de progreso adhiriendo a un pensamiento cíclico
y circular ligado a las estaciones y las cosechas.
Tuve
unos días de trabajo quitando malezas, algunas pequeñas felicidades en charlas
breves e inocentes con criaturas atávicas, me distraje observando horizontes
limpios y un cielo carente de tóxicos, puro y dilatado.
Uno se
ablanda un poco y se suele sentir el impulso de dejar el planeta intocado y
testigo de una era de la ingenuidad, pero tengo detrás toda una organización de
la cual soy apenas una minúscula partícula, y mi plan de acción fue prefigurado
de antemano.
Podía
introducir la cápsula de veneno de muchas formas. En un equilibrio
aparentemente tan firme un solo cambio inclina el plano y todo comienza a rodar
y a entrechocarse.
Habría
que provocar ese desequilibrio, y ello era posible introduciendo el concepto de
progreso, avance con respecto a otros, superación de otras comunidades, recelo
por estos otros, envidia de las condiciones distintas y mejores de esos otros,
lucha por la consecución de esos bienes o forma de vida envidiable.
Tomé
la comunidad que me acogió, les revelé que yo soy de otro planeta y les aseguré
que mejoraría su existencia con conocimientos insospechados. En poco tiempo los
convencí con algunos prototipos para encantar ingenuos, para lo cual debieron
aprender a utilizar algunas herramientas, y para hacer esas herramientas debieron
buscar materiales en otras regiones. Esos materiales, como minerales, se
encontraban debajo de los cultivos de otras comunidades, por lo que debieron
comerciar con ellos, compartir saberes, especializarse.
Sé que
pronto surgirán las disputas por el precio de materiales, cosechas, saberes.
Habrá escaramuzas, luego guerras, y en unos cuantos siglos el paisaje estará
devastado, y las condiciones serán las adecuadas para entrar en el comercio
intergaláctico. Los que queden ya no serán ingenuos y tendrán el anhelo de
progresar infinitamente.
Miro
el campo que ondula en pastizales, respiro el aire puro. Me llevo una imagen
preapocalíptica, suspiro y vuelvo a mi nave.
Mónica
Russomanno, argentina, escritora editada en diarios (La Nación, El Litoral), en
antologías y en la colección "Bienes culturales" de ATE. Realizó
guiones de videos y se desempeña como jurado en concursos de cuento (SADE, El
Puente)
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