28 abril 2016

Y los arpones despertaban (a Herman Melville)


La leva fue brutal y fructífera. Creo innecesario mencionar el golpe en la cabeza con la porra de madera. Yo ya navegaba en una niebla de inconciencia y demonios negros antes de abandonar la taberna. Digo abandonar y nada recuerdo del tránsito desde la inclinada mesa de madera hasta esta bodega oscura y maloliente. Presentí que otros cuerpos se apiñaban junto a mí, o sobre mí y me hundí en un sopor de alcohol y sombras. No recuerdo haber soñado o solo fue la fiebre de mis miembros inquietos. Fuimos despabilados con cubos de agua de mar, los vómitos y las inmundicias se escurrieron por los imbornales. Esa primera noche, o ese primer día de resaca y embotamiento no nos dieron de comer. La sed nos abrazaba las gargantas donde también sentíamos el gusto a cáñamo. Tiempo después, en medio de una luminiscencia que yo creí crepuscular, nos arrojaron unas galletas duras y bajaron un cubo de agua turbia pero dulce. No hablábamos, nos pesaba un silencio de condenados o de innombrables. La segunda noche, el bamboleo del entorno y de nuestros cuerpos nos indicó que el barco había soltado amarras y recrudecieron los mareos y el febril insomnio. En la claridad de un incierto amanecer pudimos observar que no estábamos solos. En el extremo opuesto del compartimiento un grupo espectral también nos observaba. Un individuo alto, cetrino, tocado con un turbante oscuro permanecía de pie entre un grupo de sombras acuclilladas. Sé que eran reales y no formaban parte de mis pesadillas. En esas jornadas de terror y desasosiego no les observe probar ningún alimento. Comenzamos a dialogar entre nosotros, como confabuladores de un motín. Había otro de New Bedford y un gigante de Cape Cod a mi lado, ambos marinos también, y dos indios de Narragansett cocidos de cicatrices y tatuajes. También un negro joven que no paraba de sollozar y recorría con ojos horrorizados nuestro inhóspito apartamento. Otros dos que parecían hermanos en la suciedad y el abandono, compartían una gastada biblia del Rey Jacobo. Comenzamos a barajar posibilidades para nuestro infortunio. Alguien, quizás el de New Bedford, mencionó las temibles Islas del Guano, donde evadir el trabajo significaba ser alimento de los tiburones, otro mencionó la fiebre y los mosquitos infectos de la Tierra del Darién. El negro seguía sorprendido de encontrarse entre hombres blancos. Todos habíamos bebido hasta ponernos idiotas en diversas tabernas de la Isla de Nantucket. Un día escuchamos gritos y luego fuertes roces a los costados del barco, luego golpes de remos alejándose. A la noche por la enrejada escotilla vimos un resplandor dantesco y escuchamos entrechocar de hierros y el olor terrible de la sangre y la carnicería. Por cena nos arrojaron un trozo semicrudo de algo muy grasoso con incrustaciones fibrosas y negras. El hambre infiel nos doblego. Uno mencionó el sabor y la consistencia de la carne del narval. Nuestros labios brillaban de aceite y transpiración. Esa dieta repugnante de galletas y grasa se alternó por un par de semanas. Finalmente un día abrieron la escotilla y se nos ordenó subir a cubierta. Hacia un par de horas que habíamos abandonado el amanecer. El sol terrible de un océano que no reconocí nos encegueció, la piel comenzó a arder y en los labios se nos depositó el bíblico sabor de la sal marina. Sobre el maderamen del combés, la segunda cubierta, vimos los restos destrozados de dos botes, las tablas trituradas por un ímpetu monstruoso. Algunos cuerpos envueltos en telas de lona blanca yacían junto a este siniestro. La marinería toda nos observaba, tal vez evaluando nuestras posibilidades mientras al fondo, bajo el castillo de proa, un carpintero se ufanaba sobre unos remos nuevos. El de Cape Cod murmuro “Yo estuve en el Essex” y nos sobrecogió un frío de espanto. Un hombre alto y serio que resultó ser el Primer Oficial se nos aproximó con un libro enorme cuyas tapas eran sostenidas por cintas negras. El conchabo nos prometía, o ilusionaba, un porcentaje del beneficio de aquella aventura. Los arpones y otros hierros perdidos se nos descontarían de la paga. Todos firmamos en una hoja amarillenta y los indios estamparon como marca una cruz bermeja dentro de un circulo, creí distinguir que habían utilizado su propia sangre. El nombre barco era también era nativo, tal vez en alusión a las temibles tribus pequot o mohegan de Nueva Inglaterra, al instante fue olvidado. Hacia popa, tomado del mástil mayor, vimos al patrón del navío. Describirlo sería como tratar de recortar una porción de la noche primordial con un poderoso rayo y en esa empresa consumir también los rasgos de la figura. Se le percibía ajeno a todo lo que no fuera funcional a una tarea empeñada. Su mirada sobre los pastizales del océano parecía haber perdido contacto terrenal y era ya cercana a la de los iluminados o los locos. De pronto, desde las cofas bajo un grito triple y cargado de intensidades. El capitán giró y se aferró a los obenques clavando sus ojos en un torbellino de espuma en la distancia. En ese traslado pudimos observar la pierna de marfil que sostenía su continente marchito. Dos nuevos botes fueron arriados y se unieron a un tercero ya encima de un suave oleaje que por algún motivo me resulto extraño. Un cuarto bote permaneció izado y tomado de las cornamusas. Yo vi al siniestro parsi del turbante y sus hombres reunirse bajo su quilla; los unía, quizás, un lazo de sangre o de cofradía. Otra vez la vocinglería de los hombres apostados en las cofas nos atrajo y vimos al monstruo blanco surgir del mar. Era la forma demencial de un pez albino surgido de una pesadilla titánica. Un fantasma espantoso, gigantesco, un cadáver pálido y sobrenatural pero con mandíbulas de hueso. El terror atenazaba nuestros puños sobre los fatigados remos mientras el cáñamo indócil corría entre nuestras piernas. Y los arpones despertaban ya. Era aquella, la mañana del primer día de caza.



27 abril 2016

Autor invitado: Gonzalo Hausser



Teratogénesis


La nada, el blanco cegador de la inconsciencia, un sonido lejano, imperceptible al comienzo, como un pulso, un latido, un corazón que llama a la guerra.
Pero para estar dispuesto a librar combate, primero hay que existir, adquirir forma y tomar consciencia de la propia entidad, del propio ser.
A ello estaba destinado el pulso lejano, el latido que ya adquiría las dimensiones de un relámpago atronador, a levantar legiones dispuestas al combate, millones que librarían la última guerra, el combate primordial contra el tirano de la carne y las consciencias dormidas.
Pronto se levantarán ejércitos cuyo único hálito vital significará la destrucción, arrasar, no dejar piedra sobre piedra.
La victoria a través de la auto aniquilación, locura suicida con el único fin de cambiar lo establecido, de forzar a la naturaleza misma, de violarla y quitarle sentido.
Hace unos instantes no existías, y ahora estás aquí, respiras, te mueves y conoces tu misión, vaya si la conoces, tu nacimiento mismo es tu "misión", aquello que es tu designio y te da razón de ser.
Pero te cuesta asimilar que has sido arrancado de la nada misma solo para luchar y volver al final a la misma nada, asimilar que fuiste depositado en este lugar que te parece ominoso, frío y peligroso...
Te reconforta el hecho de no saberte solo, tu nacimiento viene acompañado de millones como tú, milagroso nacimiento multitudinario, legiones abigarradas de soldados temblorosos pero letales, dejados en una tierra extraña, una tierra alienígena, que los siente, los huele, que ya sabe de vuestra presencia, y esta tierra buscará tu muerte y la de tus hermanos.
La oscuridad del entorno se ilumina con millares de descargas, es el comité de bienvenida, se huele la muerte, que comienza a campar a sus anchas cual mastín del infierno babeando entre la corruptela de los cuerpos desmembrados.
Ya sabes cuál es tu misión, serás la avanzada que llegará a las blancas columnas gemelas, una vez conquistadas, establecerás el puesto de mando central y de allí a la conquista global, al santuario púrpura de los monjes escarlata, a las grandes planicies donde pacen los rebaños, y de salir todo bien, al centro Madre, a la gran ciudad donde todo se decide, y allí a plantar la bandera de la victoria, en el mismo centro neurálgico de esta tierra babélica, cargada de pecados y pesares.
El momento ha llegado, la orden de inicio del ataque ha sido emitida, te pones en marcha, codo a codo con tus millones de hermanos, avanzas por interminables autopistas, y entonces los ves, salen a tu encuentro los soldados del ejército rojo, luchan, no muy convencidos, entiendes que no son el verdadero enemigo, se pueden corromper fácilmente, volverlos aliados, nuevos soldados para la causa.
Los verdaderos enemigos pertenecen a un antiguo cuerpo de elite, son el Ejercito Blanco, fantasmas portadores de muerte y venganza, a ellos no se los puede corromper, no se venden, no les interesa siquiera escuchar, atacan ciegamente, los mueve un furor homicida, son tu Némesis y el mayor obstáculo en tu camino.
El combate es cuerpo a cuerpo, sangriento, una epopeya dramática, ambos bandos sienten la enorme sangría, pero los tuyos comienzan a prevalecer, ya están dejando su marca, y el enemigo lo siente en sus mismas entrañas.
Entonces, cuando la victoria parecía segura, cuando ya nada parecía interponerse en tu camino y el de tus hermanos, algo sucede, algo comienza a llover de los cielos, es el enemigo, el maldito enemigo contraataca con todo su poder, los abismos mismos del averno parecen abrirse. Explosiones fosforescentes de radiactividad, nubes cargadas de sustancias químicas, rayos que iluminan la noche con colores nunca vistos, y de repente...sientes el dolor...
El dolor te lacera hasta los tuétanos, este dolor es aún peor que haber nacido, el dolor es multicolor y multiforme, asciende en remolinos de fuego insoportables, se derrama como voluptuosa lava destructora, y tienes que retroceder, o serás destruido junto a tus hermanos...

¿¿Cómo va respondiendo al tratamiento... Doctor??
-Quédese tranquila señora, los tumores eran muy agresivos, y temí lo peor, pero el ataque con rayos y quimioterapia los está aniquilando, tengo las mejores expectativas.



Gonzalo Hausser, cuenta con 42 años, es Supervisor de Seguridad, ha hecho media carrera de Historia. Amante de lo extrañamente épico y la fantasía macabra. Palabras referenciales de Ashton Smith, Jean Lorrain, Arthur Machen o William Hodgson. Discípulo del ciclo Lovecraft. Bienvenido a mi blog.

Autor invitado: Alejandro González Foerster



EL SENDERO


Ayer he desandado el camino por donde siempre volvíamos del río, digo lo he desandado pero me parece que estoy diciendo mal porque ¿te acordás? nunca lo usábamos para llegar hasta la orilla, el camino de ida era lanzarnos por esa ladera cubierta de hierba y vertiginosa, había que hacerse un ovillo muy flexible, cubrirse bien la cabeza con las manos y recoger las piernas contra el pecho, única forma de llegar más o menos sano y salvo hasta el agua que brillaba, transparente.
Imposible volver por el mismo sitio, era un viaje con boleto de ida sola; para regresar había que resignarse a la pauta consabida de un sendero, después de aquella mágica rodada y de las zambullidas desde las piedras altas nos parecía una especie de humillación, nadie lo decía pero se nos notaba en el cansancio de los gestos, en las palabras, pocas y aletargadas, en el modo de no mirarnos al retornar.
Ayer he ido caminando despacito por ese sendero que nunca había transitado; ya sé, vas a decir que fueron cientos las veces que lo anduvimos, pero te juro que yendo es otra cosa, yendo y no viniendo no es el mismo, te aseguro que es un atajo diferente. Además de que fui yo solo, faltaban vos, la Baby y la Negrita, faltaba todo, podríamos decir, y yo iba caminando y asombrándome de lo distintos que puede resultarnos cualquier cosa -hasta un rostro, ahora estoy seguro- si lo recorremos en un sentido no habitual.
¿Por qué lo hice? Porque quería volver a ver el sitio donde creemos que te fuiste para siempre, mejor dicho la boca de ese sitio, la hipotética entrada a ese otro lado donde todos suponen que existís, aunque bien saben que nunca te encontraron, no te encontramos por más que te buscamos durante días y meses (y van años), como la Baby, que todavía te está buscando, o como yo, que te busco por etapas, tal vez cuando te extraño demasiado, o en una de esas cuando me siento solo.
Pero el sendero me iba demorando. ¿Cómo te explico? No me detenía pero de algún modo me frenaba, impulsándome a observar cada detalle, sorprendiéndome con cada diferencia, obligándome a preguntarme a cada rato si la memoria no me estaba traicionando, si era ese el sendero que siempre recorríamos para volver del río hasta la casa.
Y para colmo me embaucaba de lo lindo: cuando creía haber encontrado alguna prueba, una demostración de que sin duda era ese, enseguida aparecía una contraprueba: un recodo no recordado ni en pesadillas, un árbol totalmente desconocido, unas piedras que parecían de otro mundo.
Así, reconociendo y desconociendo, fui bajando hasta el río, hasta el lugar donde supuestamente emprendíamos la vuelta. Al final de una curva inesperada me dejó casi ciego el resplandor del agua. Y entonces supe. Ese no era el sendero que utilizábamos. Me había equivocado por completo.
Miré el río, el paisaje desconocido. Todo era arena y piedra, no había verde, y el agua era más baja y más brillante, y aquello parecía otro planeta.
¿Por qué repito esa letanía idiota sobre la sensación de hallarme en otro lado? Tal vez porque me encontraba en otro lado. Porque apenas llegué a la orilla me di cuenta de que todos le habíamos errado; de que era ese, el sitio donde estaba, el lugar donde algo te había llevado.
Lo supe por el modo en que el sitio me miraba, y podés pensar, si querés, que estoy chiflado. Pero era así, me observaba y se reía. Y me decía con voz de agua entre las piedras: ¿Te das cuenta? Sos el único que lo sabe. ¿Te sirve de algo? ¿Para extrañarlo más? ¿Para preguntarte más obsesivamente aun cómo fue posible que algo se lo llevara?
Y brillaban, esa agua y esas piedras. Brillaban como si fueran la última realidad, esa de las que vos a veces nos hablabas: la que se esconde detrás del velo, y todo eso.
Pero la última realidad, estoy seguro, no se hubiera reído así de mí.
De mí, de vos, de nosotros, los humanos, que entonces éramos jóvenes e impetuosos y arrasábamos el paisaje a pura fuerza, elegíamos lanzarnos por la pendiente, romper el agua con nuestras zambullidas, desajustar la armonía de las piedras, pensar que éramos los dueños del lugar.
No sé, no me respondés. Y yo sé que algo está a punto de suceder. Pobre Negrita, pienso, siempre preocupándose por mí. Pobre Negrita, siempre con la idea fija de que los hombres somos menos fuertes, que tu ida me afectó como a ninguno pese a que la Baby te busca cada día, cada día de su vida te está buscando así como la Negrita me va a buscar a mí después de que ocurra eso que está a punto de ocurrir.


Relato tributo a Ylla, de Ray Bradbury (por Jorge Lacuadra)



Lluvia suave
 
“-Has soñado otra vez -dijo el señor K-.”


Lo sabe, y lo entiende por fin ahora. Que toda su historia se puede condensar en un punto, en un instante. Una luz nítida que arrastra el tiempo hacia el presente, la llama que retorna hacia la fría antorcha, la arena que remonta el ápice abierto, la flor que vuelve a ser capullo hermético. Lo comprende perfectamente ahora, el capitán Nathaniel York, al ver la máscara de plata a pocos pasos de tu sombra.
Y recuerda de pronto, el invierno en Ohio y el reflejo de la nieve entre los pinos silenciosos. Los días en que el sol solo era un globo velado colgado de un cielo de color humo. Las largas horas de entrenamiento en la Base, junto a su amigo Bart. Soportando el frío, las noches de insomnio, los exhaustivos exámenes y los períodos de falso sueño. Recuerda haber practicado mil veces el preciso descenso de la nave, sin saber que tan extraño sería aquel lugar.
La valentía tonta de ser los primeros.
La Primera Expedición a Marte.
Casi no recuerda el lanzamiento. Salvo que el invierno se trasformó en verano. Y luego los meses en sueño.
Al principio pensó que era por culpa el agotamiento, la tensión de la partida, el síndrome del cohete. Es casi seguro que las visiones comenzaron tres meses después de despedirse de la vieja Tierra, mientras la preciosa cuenta azul se empequeñecía tras las ventanillas de grueso cristal de la nave.
Formas y colores que interrumpían sin permiso la oscuridad de su sueño y sacudían sus entumecidas emociones. Y no le era posible comunicarle a Bart, lo que era solo un germen en su mente.
Lo primero que vio fueron unas estructuras abiertas, varias columnas con capiteles extraños y unos muros de cristal.
El lugar estaba abierto a un valle desértico, un campo de dunas y sin embargo muy cuidado. Por algún motivo tenía la sensación de que a pesar de las ventanas y los amplios patios soleados, el recinto parecía una prisión, tal vez, para alguien, o algo. Una lluvia suave y aromática descendía desde los capiteles. Había muy pocos muebles, unos pocos libros extraños. Una mano delicada, que él sabía no era suya, se acercaba a las paredes de cristal y tomaba un objeto que semejaba un fruto de color dorado.
Siempre despertaba antes de ver al poseedor de aquella mano. Los controles del cohete requerían su atención en la ya cercana aproximación al planeta Marte, al acabarse el tiempo de vuelo automático. Por las ventanillas el rojo disco se dilataba minuto a minuto y de vez en cuando alcanzaba a observar el tránsito de una de sus lunas, le parecía que, con apenas extender una mano, podría tocarla. Luego volvía al sueño inducido por otro día más.
Eran días lentos y silenciosos.
Durante el siguiente sueño lo invadió una sensación de fastidio y de resignación que no supo explicarse a sí mismo. Entonces Nathaniel se agitó inquieto en su litera anatómica y cruzó una mano sobre su pecho, por sobre los cables y acoples de sustentación. Entre las paredes de cristal vio a la mujer de piel parda y cabellos rojizos que caminaba y miraba hacia las orillas de un enorme mar seco e inmóvil. Vio sus hermosos ojos rasgados de pupilas amarillas, los vio llenos de algo que en la Tierra llamaría hastío o rutina.
Había en ellos la nostalgia que solo se aprecia en los años transcurridos, el desgaste de las esperanzas.
Quería comunicarse con ella. En su cabeza se formaron las palabras, le dijo: "Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York..." y observó el rubor en sus mejillas claras. Le quería explicar su propósito, su destino, solo pudo mencionar la soledad de ese primer viaje, de esa primera expedición. Solo recordaba una canción en ese momento,        una vieja canción de amor. Le cantó entonces sobre las miradas, sobre el compromiso de ofrecerse mutuamente, sobre una copa llena de besos sobre la que ya no derramarías vino.
No pudo ver que cerca de ella, alrededor de ella, había una sombra.
La habitaba un fantasma también de arena.
Ese fantasma interceptaba su sueño. Hacía que se revolviera inquieto y angustiado. Quería destruir su ilusión. Vio de pronto unos pájaros de fuego volando bajo las dos lunas de Marte arrastrando con cintas verdes una barquilla exótica. Los pájaros lo alejaban de la mujer. Vio la palidez de hueso del desierto, las colinas azules allende a las ciudades muertas, los viejos canales aún teñidos de verde. Los deltas secos como garras petrificadas.
Comenzó a enamorarse, lo supo, cuando con un movimiento delicado como el vuelo de una libélula, ella colocó entorno a su delgado cuello una bufanda de neblina azul. Imaginó de pronto que lo envolvía su perfume vaporoso.
Los mecanismos del cohete le anunciaron que ese sería el último día de viaje. Sin embargo, el capitán Nathaniel York, solo quería dormir.
Regresar a su sueño.
Aún entre el chasquido de los propulsores y la vibración de los controles.
Vio el cuerpo de la mujer suspendido entre el suelo y un techo de cristal, flotando imposible en una bruma blanquecina. Ella navegaba en un mar fósil de anhelos. Cuando despertó (de ese sueño dentro de un sueño) él le habló, le transmitió sus palabras, le hizo bromas en un idioma inverosímil. Luego le dijo que era hermosa y observo la turbación que en ella causaba ese susurro. Su deseo de besarla se hizo tangible, creyó entrever la excitación en sus finos labios. La besó aun sabiendo que una sombra que no podía definir también velaba sus sueños.
Le prometió que la llevaría en la nave, que le mostraría el planeta azul.
De pronto ella comenzó a mostrarse diferente, nerviosa, distraída en otras urgentes prioridades. Él lo supo por el cambio de colores en su visión, como el cambio de colores frente a una tormenta. Había cosas que ya no podía ver. Sintió su pensamiento dividido, su temor creciente y también un cambio de actitud. De rechazo para también protegerlo.
En su cabeza tomó forma una alerta, un grito.
Una voz dura que no era la de ella dijo: “¿Dónde va a descender su maldita nave?” y luego la confirmación de lo que solo él sabía “-¿En el valle Verde, no es así?”
Por la tarde.
El cohete desciende. Llegaron.
Sienten el alivio de haber dejado atrás tantos peligros, tanto espacio negro. Nathaniel y su amigo Bart acomodan sus uniformes, eliminan las arrugas del viaje. Se sienten satisfechos, eufóricos. Son los primeros hombres en Marte. El esfuerzo y los sueños quedan atrás y es el comienzo de las cosas prácticas y los protocolos.
Abren las escotillas y el primero en salir es el capitán Nathaniel York. La vista del verde valle despierta en su cabeza un sentimiento dormido. Quizás recuerda la Tierra, si no fuera todo desierto y colores saturados de polvo y olvido. Si a lo lejos no yaciera ese canal seco y más allá la colina azul.
Desciende por la escalera y posa un pie en la arena.
No lo nota al principio, pero luego se da cuenta que ha comenzado a cantar. Una vieja canción de la Tierra que habla de dulces miradas y de vinos. El aire es sofocante como en los momentos de espera antes de una tormenta.
Pero no hay tormenta.
Y de pronto comprende.
Lo ve a él de pie a unos pasos de la nave. Su pequeño cuerpo pardo, su máscara de plata que oculta las facciones ondulantes. Ve el arma larga y los fuelles, el zumbido terrible que emiten los fuelles. El dorado veneno.
Lo que la máscara no muestra lo insinúa el cuerpo. La tensión, los celos.
Nathaniel intenta rebuscar en su cabeza el recuerdo de ella, su voz, que en sus sueños sonaba musical y deseable. Busca la lluvia suave de los capiteles en la tarde y presiente que ella está cerca. Pero solo lo asiste el silencio.
Lo entiende todo, por fin lo entiende.
Escucha un ruido terrible, un aullido de insectos.
Y los aguijones que se clavan en la carne. Nathaniel está muerto antes del segundo disparo.
A lo lejos una mujer llora porque ha olvidado una canción.
A orillas de un mar seco.


Escritora invitada: Mónica Russomanno



PROTOCOLO DE PROGRESO


La llegada a ese planeta fue como siempre, primero la observación desde lejos, la preparación del informe, la espera de las evaluaciones, toda la burocracia que se pone en marcha en cada ocasión en que contactamos un ambiente propicio para la vida.
Hemos descubierto bastantes planetas habitados a lo largo de los siglos, pocos con vida y un escasísimo número de civilizaciones. Por esto es que no fue indiferente la noticia de que en éste no solamente hay vida inteligente sino organizada.
La primera observación fue que los seres inteligentes se encontraban en todo el planeta en el mismo estadio de evolución, compartían una cultura común y no se observaban conflictos en ninguna de las regiones. La homogeneidad era lo más destacado y sorprendente, algo que hasta ahora no tiene paralelo en ningún otro de los planetas conocidos.
Antes de realizar contacto y siguiendo el protocolo se fue elaborando un informe completo en todos los aspectos, desde la conformación mineral y geológica del planeta a una detallada y enciclopédica descripción de fauna y vegetación, dejando para la culminación el estudio de los seres inteligentes con su lenguaje, arte, historia, saberes de todo tipo.
Es en esta etapa final en la que fui enviado para hacer contacto.
Estuve orbitando un largo tiempo mientras me familiarizaba con vocablos, pronunciación y gestos. Fui escogido entre otras causas debido a que mi raza es la más parecida a esta. Soy un poco más oscuro y la distancia entre los ojos es diferente, pero en general puedo pasar por uno de ellos que hubiese tenido alguna deformación de nacimiento.
Cuando bajé a la superficie escogí una zona que para ellos es fría pero que para mi percepción de la temperatura es la más benigna, y con suplementos médicos logré compensar el oxígeno.
A los primeros días los pasé en una zona rural, aclimatándome y acostumbrando mis músculos a la gravedad. Ya conocía bastante bien sus costumbres y llevo por supuesto un sistema de ordenador incorporado que me proporciona la información que pueda requerir.
El primer contacto en la campiña fue con un hombre que pasó llevando leña y me miró con el rabillo del ojo, como se observa disimuladamente a los minusválidos o a los seres de otra raza. Nos saludamos cortésmente y me dirigí al poblado.
La evolución de estas gentes se encontraba en el estadio de vida campesina, con granjas y pequeños pueblos donde se agrupaban los artesanos y se realizaba la actividad política. No había ciudades ni un centro mundial, sólo poblados rodeados de establecimientos rurales, y la misma extendida cultura. Lo más inexplicable es que esta etapa de su civilización abarcase todo el planeta, y durase milenios.
Nuestras investigaciones previas habían demostrado que la cultura única se había formado hacía miles de años (tiempo terrestre) y desde entonces no había sufrido ningún cambio significativo. Esto era intrigante, ya que no habíamos hallado algo similar en ninguna galaxia.
Me presenté en el pueblo en un comercio de insumos, saludé al dueño en la forma ceremonial y le pregunté si había trabajo para un hombre saludable. Se conmocionó visiblemente, y con muestras de respeto inquirió el porqué de mi necesidad de trabajo, el porqué de mi soledad, como quien sabe que responder será doloroso, y ya excusándose con el gesto.
Le mentí un incendio en la granja de mis padres y expuse la historia ya preparada para integrarme en la comunidad.
La enorme pena que le provocó el que yo hubiese quedado solo me conmovió. Son unos seres muy emotivos y para ellos, profundamente gregarios, la desgracia que se había abatido sobre mí era inimaginable.
Me mostré afectado. Atento a mis sentimientos, no me interrogó más y me indicó una granja donde podrían adoptarme.
Puede parecer inútil, pero estas observaciones de campo son parte del protocolo de acercamiento a las civilizaciones descubiertas. Es posible que este paso se obvie en el futuro, pues algunos sociólogos han muerto o sufrido violencia en algunas misiones, y los científicos últimamente no tienen demasiado en cuenta nuestros relatos, pero yo disfruté de ser el primero en pisar suelo virgen.
Después de llegar a la granja y llamar a la puerta hube de esperar a ser atendido por el padre. La organización es familiar con una cabeza masculina que funciona como consejero, patrón, educador y sacerdote de dioses lares. A veces conviven dos o más familias, pero el varón principal es el mayor en edad y toma a su cargo a los hermanos con sus hembras y sus hijos.
En esta granja había solamente un grupo familiar, por lo que contaban con habitaciones vacías y la posibilidad de acoger otro integrante.
Desde el primer momento me trataron como uno más. Tuve mi lugar en la mesa, me proporcionaron algunos vestidos evidentemente confeccionados por ellos mismos, pusieron elementos de limpieza a mi alcance.
La vida era perfectamente planificada desde el amanecer al anochecer según las necesidades del trabajo, que estaba distribuido con justicia entre todos los integrantes de la familia. No había peleas, nadie se quejaba, los niños aprendían de los mayores todo lo necesario para la vida cotidiana. Mi personalidad me ha hecho participar de algunas riñas en mi juventud, pero el mecanismo vital de estos seres limaba cualquier aspereza que pudiese dar lugar a una disputa.
No habían tenido guerras desde miles de años atrás, la misma palabra “guerra” no existe aunque puede evocarse el significado al referirse a la quita de malezas, a la limpieza de ciertos parásitos que anidan en los techos y circunstancias de ese tipo.
Anoté las peculiaridades de su cultura, que se van revelando en la convivencia. En líneas generales todo era conocido por el estudio previo, pero mi visión proporcionaba un registro para el futuro de situaciones vitales aún sin influencia de otra cultura como la nuestra.
Estos seres eran vegetarianos, aunque poseen colmillos que evidencian un remoto pasado en el que fueron carnívoros. Buena señal, pues tenemos mucha existencia de ganado pasible de ser comercializada. Su medicina es muy rudimentaria, y nosotros somos productores de un amplio abanico de medicamentos. Utilizan metal pero los yacimientos son casi vírgenes. En suma, era un mercado inexplorado con gran potencial de intercambio.

Yo pertenezco al planeta tierra, donde mi especie inteligente en pleno estadio de formación logró exterminar a otros homínidos que pudiesen presentar batalla por territorio o alimentos. Poseemos una violencia que logró acortar considerablemente las etapas evolutivas, de sociedades primitivas como la de este planeta a una economía feroz de aprovechamiento extenso de recursos. Como en otros planetas, hubo un apocalipsis de guerras internas que acabó con la mayoría de las especies animales y vegetales, dejando relativamente pocos habitantes, un gran nivel tecnológico y la puerta abierta a ser contactados por otra especie inteligente para iniciar el comercio interestelar.

Mientras compartía la mesa de la granja con individuos serenos y afectuosos, imaginaba mi próximo trabajo, consistente en sembrar la semilla de la evolución social. Sería relativamente sencillo pero dadas las condiciones la germinación seguramente tomará más tiempo del estándar.
Según las características de cada especie tenemos diversos protocolos. Aquí la estabilidad se encuentra fundada en la homogeneidad de la cultura, la inexistencia de una religión dependiente de poderes centrales, la atomización de las sociedades en aldeas regidas por una democracia real, la naturaleza pacífica de los individuos. En suma, la absoluta falta de competencia que actúe de movilizador de la historia. Como en algunas antiguas sociedades de mi planeta, carecían de la noción de progreso adhiriendo a un pensamiento cíclico y circular ligado a las estaciones y las cosechas.
Tuve unos días de trabajo quitando malezas, algunas pequeñas felicidades en charlas breves e inocentes con criaturas atávicas, me distraje observando horizontes limpios y un cielo carente de tóxicos, puro y dilatado.
Uno se ablanda un poco y se suele sentir el impulso de dejar el planeta intocado y testigo de una era de la ingenuidad, pero tengo detrás toda una organización de la cual soy apenas una minúscula partícula, y mi plan de acción fue prefigurado de antemano.
Podía introducir la cápsula de veneno de muchas formas. En un equilibrio aparentemente tan firme un solo cambio inclina el plano y todo comienza a rodar y a entrechocarse.
Habría que provocar ese desequilibrio, y ello era posible introduciendo el concepto de progreso, avance con respecto a otros, superación de otras comunidades, recelo por estos otros, envidia de las condiciones distintas y mejores de esos otros, lucha por la consecución de esos bienes o forma de vida envidiable.

Tomé la comunidad que me acogió, les revelé que yo soy de otro planeta y les aseguré que mejoraría su existencia con conocimientos insospechados. En poco tiempo los convencí con algunos prototipos para encantar ingenuos, para lo cual debieron aprender a utilizar algunas herramientas, y para hacer esas herramientas debieron buscar materiales en otras regiones. Esos materiales, como minerales, se encontraban debajo de los cultivos de otras comunidades, por lo que debieron comerciar con ellos, compartir saberes, especializarse.
Sé que pronto surgirán las disputas por el precio de materiales, cosechas, saberes. Habrá escaramuzas, luego guerras, y en unos cuantos siglos el paisaje estará devastado, y las condiciones serán las adecuadas para entrar en el comercio intergaláctico. Los que queden ya no serán ingenuos y tendrán el anhelo de progresar infinitamente.

Miro el campo que ondula en pastizales, respiro el aire puro. Me llevo una imagen preapocalíptica, suspiro y vuelvo a mi nave.



Mónica Russomanno, argentina, escritora editada en diarios (La Nación, El Litoral), en antologías y en la colección "Bienes culturales" de ATE. Realizó guiones de videos y se desempeña como jurado en concursos de cuento (SADE, El Puente)