27 abril 2016

Relato tributo a Ylla, de Ray Bradbury (por Jorge Lacuadra)



Lluvia suave
 
“-Has soñado otra vez -dijo el señor K-.”


Lo sabe, y lo entiende por fin ahora. Que toda su historia se puede condensar en un punto, en un instante. Una luz nítida que arrastra el tiempo hacia el presente, la llama que retorna hacia la fría antorcha, la arena que remonta el ápice abierto, la flor que vuelve a ser capullo hermético. Lo comprende perfectamente ahora, el capitán Nathaniel York, al ver la máscara de plata a pocos pasos de tu sombra.
Y recuerda de pronto, el invierno en Ohio y el reflejo de la nieve entre los pinos silenciosos. Los días en que el sol solo era un globo velado colgado de un cielo de color humo. Las largas horas de entrenamiento en la Base, junto a su amigo Bart. Soportando el frío, las noches de insomnio, los exhaustivos exámenes y los períodos de falso sueño. Recuerda haber practicado mil veces el preciso descenso de la nave, sin saber que tan extraño sería aquel lugar.
La valentía tonta de ser los primeros.
La Primera Expedición a Marte.
Casi no recuerda el lanzamiento. Salvo que el invierno se trasformó en verano. Y luego los meses en sueño.
Al principio pensó que era por culpa el agotamiento, la tensión de la partida, el síndrome del cohete. Es casi seguro que las visiones comenzaron tres meses después de despedirse de la vieja Tierra, mientras la preciosa cuenta azul se empequeñecía tras las ventanillas de grueso cristal de la nave.
Formas y colores que interrumpían sin permiso la oscuridad de su sueño y sacudían sus entumecidas emociones. Y no le era posible comunicarle a Bart, lo que era solo un germen en su mente.
Lo primero que vio fueron unas estructuras abiertas, varias columnas con capiteles extraños y unos muros de cristal.
El lugar estaba abierto a un valle desértico, un campo de dunas y sin embargo muy cuidado. Por algún motivo tenía la sensación de que a pesar de las ventanas y los amplios patios soleados, el recinto parecía una prisión, tal vez, para alguien, o algo. Una lluvia suave y aromática descendía desde los capiteles. Había muy pocos muebles, unos pocos libros extraños. Una mano delicada, que él sabía no era suya, se acercaba a las paredes de cristal y tomaba un objeto que semejaba un fruto de color dorado.
Siempre despertaba antes de ver al poseedor de aquella mano. Los controles del cohete requerían su atención en la ya cercana aproximación al planeta Marte, al acabarse el tiempo de vuelo automático. Por las ventanillas el rojo disco se dilataba minuto a minuto y de vez en cuando alcanzaba a observar el tránsito de una de sus lunas, le parecía que, con apenas extender una mano, podría tocarla. Luego volvía al sueño inducido por otro día más.
Eran días lentos y silenciosos.
Durante el siguiente sueño lo invadió una sensación de fastidio y de resignación que no supo explicarse a sí mismo. Entonces Nathaniel se agitó inquieto en su litera anatómica y cruzó una mano sobre su pecho, por sobre los cables y acoples de sustentación. Entre las paredes de cristal vio a la mujer de piel parda y cabellos rojizos que caminaba y miraba hacia las orillas de un enorme mar seco e inmóvil. Vio sus hermosos ojos rasgados de pupilas amarillas, los vio llenos de algo que en la Tierra llamaría hastío o rutina.
Había en ellos la nostalgia que solo se aprecia en los años transcurridos, el desgaste de las esperanzas.
Quería comunicarse con ella. En su cabeza se formaron las palabras, le dijo: "Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York..." y observó el rubor en sus mejillas claras. Le quería explicar su propósito, su destino, solo pudo mencionar la soledad de ese primer viaje, de esa primera expedición. Solo recordaba una canción en ese momento,        una vieja canción de amor. Le cantó entonces sobre las miradas, sobre el compromiso de ofrecerse mutuamente, sobre una copa llena de besos sobre la que ya no derramarías vino.
No pudo ver que cerca de ella, alrededor de ella, había una sombra.
La habitaba un fantasma también de arena.
Ese fantasma interceptaba su sueño. Hacía que se revolviera inquieto y angustiado. Quería destruir su ilusión. Vio de pronto unos pájaros de fuego volando bajo las dos lunas de Marte arrastrando con cintas verdes una barquilla exótica. Los pájaros lo alejaban de la mujer. Vio la palidez de hueso del desierto, las colinas azules allende a las ciudades muertas, los viejos canales aún teñidos de verde. Los deltas secos como garras petrificadas.
Comenzó a enamorarse, lo supo, cuando con un movimiento delicado como el vuelo de una libélula, ella colocó entorno a su delgado cuello una bufanda de neblina azul. Imaginó de pronto que lo envolvía su perfume vaporoso.
Los mecanismos del cohete le anunciaron que ese sería el último día de viaje. Sin embargo, el capitán Nathaniel York, solo quería dormir.
Regresar a su sueño.
Aún entre el chasquido de los propulsores y la vibración de los controles.
Vio el cuerpo de la mujer suspendido entre el suelo y un techo de cristal, flotando imposible en una bruma blanquecina. Ella navegaba en un mar fósil de anhelos. Cuando despertó (de ese sueño dentro de un sueño) él le habló, le transmitió sus palabras, le hizo bromas en un idioma inverosímil. Luego le dijo que era hermosa y observo la turbación que en ella causaba ese susurro. Su deseo de besarla se hizo tangible, creyó entrever la excitación en sus finos labios. La besó aun sabiendo que una sombra que no podía definir también velaba sus sueños.
Le prometió que la llevaría en la nave, que le mostraría el planeta azul.
De pronto ella comenzó a mostrarse diferente, nerviosa, distraída en otras urgentes prioridades. Él lo supo por el cambio de colores en su visión, como el cambio de colores frente a una tormenta. Había cosas que ya no podía ver. Sintió su pensamiento dividido, su temor creciente y también un cambio de actitud. De rechazo para también protegerlo.
En su cabeza tomó forma una alerta, un grito.
Una voz dura que no era la de ella dijo: “¿Dónde va a descender su maldita nave?” y luego la confirmación de lo que solo él sabía “-¿En el valle Verde, no es así?”
Por la tarde.
El cohete desciende. Llegaron.
Sienten el alivio de haber dejado atrás tantos peligros, tanto espacio negro. Nathaniel y su amigo Bart acomodan sus uniformes, eliminan las arrugas del viaje. Se sienten satisfechos, eufóricos. Son los primeros hombres en Marte. El esfuerzo y los sueños quedan atrás y es el comienzo de las cosas prácticas y los protocolos.
Abren las escotillas y el primero en salir es el capitán Nathaniel York. La vista del verde valle despierta en su cabeza un sentimiento dormido. Quizás recuerda la Tierra, si no fuera todo desierto y colores saturados de polvo y olvido. Si a lo lejos no yaciera ese canal seco y más allá la colina azul.
Desciende por la escalera y posa un pie en la arena.
No lo nota al principio, pero luego se da cuenta que ha comenzado a cantar. Una vieja canción de la Tierra que habla de dulces miradas y de vinos. El aire es sofocante como en los momentos de espera antes de una tormenta.
Pero no hay tormenta.
Y de pronto comprende.
Lo ve a él de pie a unos pasos de la nave. Su pequeño cuerpo pardo, su máscara de plata que oculta las facciones ondulantes. Ve el arma larga y los fuelles, el zumbido terrible que emiten los fuelles. El dorado veneno.
Lo que la máscara no muestra lo insinúa el cuerpo. La tensión, los celos.
Nathaniel intenta rebuscar en su cabeza el recuerdo de ella, su voz, que en sus sueños sonaba musical y deseable. Busca la lluvia suave de los capiteles en la tarde y presiente que ella está cerca. Pero solo lo asiste el silencio.
Lo entiende todo, por fin lo entiende.
Escucha un ruido terrible, un aullido de insectos.
Y los aguijones que se clavan en la carne. Nathaniel está muerto antes del segundo disparo.
A lo lejos una mujer llora porque ha olvidado una canción.
A orillas de un mar seco.


No hay comentarios.: