Odiseo nunca quiso
abandonar a Circe, Odiseo amaba a Circe. En esos dominios hechizados, parajes de
la mítica Eea que la maga pobló de animales a su antojo (bestias que desprovistas
de su cárcel humana serian totalmente amistosas), el héroe, no sin culpa, tal
vez fue un hombre feliz. El canto del aedo ciego inventa o afirma otras
teorías.
En su deambular por
las vastas arboledas de la isla, entreviendo quizás desde el monte o desde un frágil
puente, la mansión de piedra que fuera palacio y cubil de la diosa y también
osera de mansas bestias; Odiseo tuvo tiempo de pensar y reconsiderar, su
corazón no pocas veces habrá lanzado un largo suspiro.
Ítaca estaba lejos,
sus riquezas, sus pastos mansos un recuerdo dorado; más cerca estaba Capri (en
la que habitaron gigantes) o Lípari (las islas de los vientos) El laertíada conocía
como la palma de su mano esas provincias bien administradas. Años de travesías encallecerían
su piel y su ingenio, el Mediterráneo entero no le fue desconocido. En esas
lejanías y soledades, Penélope también fue una isla.
Poetas mayores y
menores consideraron de Ítaca, un hogar, un puerto, la isla en cuya bahía dormían
seguras y tranquilas, naves de roja proa, sin embargo fue un poeta ciego el que
dijo, que la isla era una belleza al atardecer, una ironía. Tierra rica, Ítaca,
en bosques y alimentos, también en hombres de mar, símbolo del retorno del
héroe tras los diez largos años del sitio cruento de las crónicas.
Troya, para Odiseo,
fue y será, un canto de guerreros llenos de cicatrices y las payasadas de un
tal Aquiles que se le acercó no pocas veces como amigo. Helena, como muchas
mujeres, una motivación y una incógnita. Héctor y Paris, los peones de un
tablero de ajedrez que les resultaba extraño, el primero sabía que esa guerra
no era la suya, solo una escaramuza de egos y de dioses, y estos exigían
sacrificios. El caballo de madera, solo una alegoría de que no existen las
cosas imposibles o las ciudadelas totalmente inexpugnables, quizás una picardía
que terminó siendo edificio u hoguera.
Penélope no es Circe.
Circe logra con encantamientos y experiencia lo que los cosméticos de Esciro (que
llevarían al pélida a la guerra) o las mieles de Creta no logran. Penélope en
cambio, para la cual veinte años de espera ya pesan demasiado, harta de
pretendientes, también opta por la soledad y las labores. Ha encanecido y los
largos paseos por las faldas del monte Nérito sellan su corazón; su vista a agotado
los horizontes marinos; quizás Odiseo nunca regrese, se interroga o se
contesta.
Circe no descubrió la
parte animal del Rey de Ítaca, más seguro es, que atisbara el corazón
endurecido o las viejas suturas de su cuerpo tras una noche de libaciones y
canticos hipnóticos. Circe nada sabe de triángulos amorosos, solo toma lo que
el Thalassa le trae a sus costas, Penélope sospecharía de sirenas y otras
féminas, el cuerpo también es una moneda de intercambio en el Mediterráneo.
Circe, como mujer tenía los instrumentos, como hechicera, la carencia de un
hombre de la talla de Odiseo. Circe miró el pozo de su alma, y vio un maduro rey
inquieto.
Las flechas y el arco (regalo
de Ífito, el argonauta) tuvieron su patina de abandono y el interés de los orines
del bronce, la cuerda de tendones seguramente fue ajustada las primeras
semanas, luego, lentamente, fue olvidada. Nada había en la isla que las mansas
bestias no consiguieran para el sostén de la mesa o las labores. Las armas
todas, terminaron herrumbradas en una habitación vacía o un taller dedicado al
informe Hefesto. Los navegantes encontraron la paz y un sopor que les fue grato
y como resultado de esa abundancia y el descanso, se afincaron.
Seguramente Odiseo y
no la maga, optó por hacer durar un año la estadía. Hesíodo y Xenágoras afirman
que de dicha unión carnal los frutos fueron tres niños, lo que nos habla de que
la permanencia fue ciertamente más prolongada y los amores más sinceros. De
Penélope, en Ítaca, el canto nos cuenta una historia distinta, la que llega
hasta nuestros días, seguramente en vida, ignoró la mayoría de las aventuras
del héroe.
Otras teogonías
cuentan versiones más de novela o policial negro, distanciadas muchos años del
día aquel, en que con el sol del Mediterráneo brillando sobre los aparejos del barco
que jamás tuvo un nombre, Odiseo, al avistar la isla de la maga ordena echar el
ancla y descender. Su corazón cansado ya le decía que toda espera merece la
pena, toda maduración de un momento lo alejaba de las Moiras, del destino; El
héroe sabia, que una mujer primero muestra sus armas (en este caso la mitad de
la tripulación fue bestializada) y luego invita a su cálido lecho. Solo más
tarde en la comunión de las soledades y los relatos (sobre esto también ejercería
su sabiduría Sherezade), surgiría el amor.
1 comentario:
Muy bello relato a colación de descripción de un gran ingenio héroe clásico.
Hombre: Odiseo, semidios, tal vez mito tangible para los suyos; los de su tiempo, los de nuestro tiempo, y los venideros tiempos.
Mujer: Circe, diosa del encantamiento, del vocablo de la doble semántica; el precio de la concesión de alma humana y no la de una fiera cualesquiera.
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