He soñado alguna vez, con una ballena blanca, no
una metáfora, si no más bien el animal pleno, impresionante, la temible figura
del pez antiguo, el leviatán, la bestia marina de San Brandan. He soñado con el
cetáceo máximo, no la alegoría medieval escondida entre las bellas
ilustraciones miniatura, si no mejor aún con el surtidor infernal que
horrorizaba los marinos celtas, el vacío geográfico en el portulano de cuero
que delataba su presencia, el cretásico esqueleto perpetuado en los hielos
árticos. La historia del hombre, y esta es un retazo imperceptible de su vasto
itinerario, no acepta duplicados, tampoco es pasible de perfectas simetrías,
solo los espejos son testigos de esos encuentros de lo inaudito y sin embargo,
esa ballena albina ya había recorrido mis otras pesadillas, mis otros espantos,
los de deambular insomne por bibliotecas infinitas y pobladas de libros
alucinados; y tal vez yo mismo sobre el esclavo papel, en momentos de
silenciosa claridad, ya había creado mis monstruos de espacios y palabras, y ese delito de
vanidad literaria me era tan cercano como los relatos sempiternos de Conrad o Melville.
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