El insecto marrón y el insecto rojo se batirán a duelo el
día de hoy, en lo espeso de la fronda del jardín. Han sido convocados los
padrinos, un par de tunantes luciérnagas que también proveen la fosforescencia
del espectáculo. El insecto marrón sufre en su despecho por un amor no
correspondido pero que mancilla su noble nombre de escarabajo de amargas
cortezas. Su contraparte roja, un pequeño coleóptero de legumbres amarillas,
muestra su sonrisa probóscide como si no importara el tamaño de su oponente ni
el peso tremendo de sus apéndices que tranquilamente podrían partirlo en dos
mitades nocturnas y comestibles. No sospecha el grandullón, que las luciérnagas
fueron levemente seducidas por unas libaciones de néctar fermentado, y que la
noble dama en discordia, una tímida avispa, esa misma mañana de abril le había
hecho entrega al alfeñique, no sin ciertos arqueamientos tentadores de sus
pestañas, de una espina de naranjo hábilmente untada con la ponzoña de su
propio aguijón de enamorada.
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