28 mayo 2014

Pigmalión y Galatea

         ¿Quién no comienza a enamorarse de su propia obra? ¿Quién no sucumbe al río impetuoso y quizás turbio de las vanidades? ¿Quién no contempla la belleza de lo que vislumbra primero como un significado y acaba conviertiendose en objeto de sus pasiones? Construir un mito, empezar a dar forma a una leyenda, las claves de la interpretación de lo que surge para conformar una historia atemporal y el atisbo de un camino de anhelos y señales, quizás, compartidas.
Pigmalión, el célebre cretense, harto de mujeres anheladas y frustrado de inútiles búsquedas sociales, soñó un día con la escultura perfecta en delicados y exactos rasgos, que luego con el paso de los años y las labores, concretaría en el blanco marfil y en la soledad de su taller. Pigmalión, cansado de ausencias, se enamoró de su obra, porque ella tenía todo de sí mismo, era una prolongación de sus deseos y una extensión de su cordura, necesitaba creer en esa estatua para dar crédito a su osadía de engendrar lo más bello en ínfimos detalles.
Pigmalión dio nombre a su creatura, un nom de guerre que nunca sabremos, de otros artífices desconocidos nos llega el nombre marino, Galatea, y el arrebato de amor de una noche descabellada, el beso imprudente en los marmóreos labios, sopesando la frialdad del objeto. Lo sorprende la tibieza del marfil, lo fascina la tersura de una piel que es como la arcilla fresca del alfarero. Afrodita, la enamorada moradora de los olímpicos palacios, consintió esa unión inverosímil y otorgo vida a la terrenal estatua, poniendo fin a los días aciagos y vacíos de Pigmalión y concediéndoles a ambos una felicidad eterna.
El artista - mi yo creador - otorgó deiforme aspecto al talle y a la sonrisa de la muchacha, mi modelo, fue ese, el primer minuto de mi caída, donde dieron comienzo mis razones para conformarla a mi gusto y semejanza. Tarde, muy tarde luego, tropezarían mis errores uno a uno, soñaría sus mismas palabras y despertaría sobresaltado sin la huella de su nariz en mis almohadas o su figura reflejada en mi ventana. Ella fue mi proyección de lo mas deseado, fue mis miembros extendiéndose y multiplicándose en una sola forma, su cuerpo imaginado, una y mil veces en eléctricos momentos.
Este sueño mío, que también es un mito, es demasiado bello, es ambiguo, es baladí. Se asemeja más a la continuidad del sueño de Pigmalión que a la realidad del descubrimiento del mundo por parte de los ojos de Galatea, ella también tendría sueños a partir de su génesis como tentación de la carne, ella descubriría un entorno que iría alejando su brazo de Pigmalión y poblaría sus noches de otras voces. Solo aislándola a los ojos de todos, lograría el cretense su propósito egoísta, su felicidad mataría la historia de Galatea, su desarrollo como forma.
El interesado fin de Pigmalión, la posesión de la más bella estatua, mataría toda la personalidad de esta, como luego la Galatea real, sustancia de Afrodita,  sucumbiría a la sombra impresionante de su creador. Yo tampoco pretendía un amor confinado a una caja de cristal. Pero el derecho de conservar, de atesorar, de proteger se confundiría en mis horas grises con un grito de posesión.
El artista que habita en mí - mi yo no asumido frente a públicas miradas - se enamoró de la muchacha de marfil, su piel me rebelaba el brillo y la ondulación de la arena, sus cabellos replicaban la veta del elemento y la ondulación de la arista desbastada. La forme a imagen de la figura yacente en mis sueños, le entregué la perfección creíble en ellos, la belleza acumulada por mis ojos a lo largo de los años, y la forjé callada y dulce como una flor extraña en un jardín sencillo, sin saber que era un ser común pugnando por florecer en un mundo igual al mío.
Desperté una mañana y mi atelier era otro, más antiguo, menos ordenado, mas primigenio, en la ventana cantaba el pájaro de las indecisiones, el mirlo políglota del griego. Sobre mi mesa, vino oscuro de Creta en una cratera fenicia, en un trípode bajo algunas olivas y queso. A mi alrededor bustos incompletos, faunos de rostro calcáreo, pies sin dedos de apolíneos atletas, vides de mármol. En el pedestal una estatua, y ella en mi sueño, porque yo había soñado que despertaba, era tan hermosa como ella, y yo era un hombre maduro y ciego de amores.
Ella abrió los ojos y miró en derredor abarcándome a mí, a su pedestal doméstico y más allá el territorio que deslumbraban sus hermosas pupilas, su asombro y curiosidad la impulsaron lejos de mi abrazo de héroe antiguo, de mi mitología de vanidades. Pero mi nombre no era Pigmalión ¿Su nombre? Se llamaba Alicia, como la otra, también soñada por el diacono británico, una modelo de agencia. No pude, no insistí en retenerla. La muchacha caminó lentamente hacia la puerta del atelier, esbozo un saludo a mi solitaria perplejidad y parpadeo sonriente al nuevo sol, que para ella, comenzaba a mostrar sus colores verdaderos.
Desde la entrada me llegaron los modernos sonidos del orbe, los relinchos del metal, el pulso de lo mecánico. Luego la puerta se cerró, tomé arcilla fresca entre mis dedos y volví a soñar.


2 comentarios:

Miki dijo...

Quedé somnolienta entre tu arcilla metafísica. como un gorrión sin rumbo cierto de verdades. Buscar la esencia, la gloria, la mano de una bella creada a imagen y semejanza de nuestros deseos, ponerla en una jaula y desde allí atisbar el ego del creador. Tris te historia, no desear más que la perfección. Tu talento es tan grande, tu humanidad tan cercana. Me ha dejado el alam con muchas preguntas y los ojos llenos de miel. Miki.

Jorge Lacuadra dijo...

Gracias por leerme Miki... bello comentario.