27 abril 2016

Autor invitado: Alejandro González Foerster



EL SENDERO


Ayer he desandado el camino por donde siempre volvíamos del río, digo lo he desandado pero me parece que estoy diciendo mal porque ¿te acordás? nunca lo usábamos para llegar hasta la orilla, el camino de ida era lanzarnos por esa ladera cubierta de hierba y vertiginosa, había que hacerse un ovillo muy flexible, cubrirse bien la cabeza con las manos y recoger las piernas contra el pecho, única forma de llegar más o menos sano y salvo hasta el agua que brillaba, transparente.
Imposible volver por el mismo sitio, era un viaje con boleto de ida sola; para regresar había que resignarse a la pauta consabida de un sendero, después de aquella mágica rodada y de las zambullidas desde las piedras altas nos parecía una especie de humillación, nadie lo decía pero se nos notaba en el cansancio de los gestos, en las palabras, pocas y aletargadas, en el modo de no mirarnos al retornar.
Ayer he ido caminando despacito por ese sendero que nunca había transitado; ya sé, vas a decir que fueron cientos las veces que lo anduvimos, pero te juro que yendo es otra cosa, yendo y no viniendo no es el mismo, te aseguro que es un atajo diferente. Además de que fui yo solo, faltaban vos, la Baby y la Negrita, faltaba todo, podríamos decir, y yo iba caminando y asombrándome de lo distintos que puede resultarnos cualquier cosa -hasta un rostro, ahora estoy seguro- si lo recorremos en un sentido no habitual.
¿Por qué lo hice? Porque quería volver a ver el sitio donde creemos que te fuiste para siempre, mejor dicho la boca de ese sitio, la hipotética entrada a ese otro lado donde todos suponen que existís, aunque bien saben que nunca te encontraron, no te encontramos por más que te buscamos durante días y meses (y van años), como la Baby, que todavía te está buscando, o como yo, que te busco por etapas, tal vez cuando te extraño demasiado, o en una de esas cuando me siento solo.
Pero el sendero me iba demorando. ¿Cómo te explico? No me detenía pero de algún modo me frenaba, impulsándome a observar cada detalle, sorprendiéndome con cada diferencia, obligándome a preguntarme a cada rato si la memoria no me estaba traicionando, si era ese el sendero que siempre recorríamos para volver del río hasta la casa.
Y para colmo me embaucaba de lo lindo: cuando creía haber encontrado alguna prueba, una demostración de que sin duda era ese, enseguida aparecía una contraprueba: un recodo no recordado ni en pesadillas, un árbol totalmente desconocido, unas piedras que parecían de otro mundo.
Así, reconociendo y desconociendo, fui bajando hasta el río, hasta el lugar donde supuestamente emprendíamos la vuelta. Al final de una curva inesperada me dejó casi ciego el resplandor del agua. Y entonces supe. Ese no era el sendero que utilizábamos. Me había equivocado por completo.
Miré el río, el paisaje desconocido. Todo era arena y piedra, no había verde, y el agua era más baja y más brillante, y aquello parecía otro planeta.
¿Por qué repito esa letanía idiota sobre la sensación de hallarme en otro lado? Tal vez porque me encontraba en otro lado. Porque apenas llegué a la orilla me di cuenta de que todos le habíamos errado; de que era ese, el sitio donde estaba, el lugar donde algo te había llevado.
Lo supe por el modo en que el sitio me miraba, y podés pensar, si querés, que estoy chiflado. Pero era así, me observaba y se reía. Y me decía con voz de agua entre las piedras: ¿Te das cuenta? Sos el único que lo sabe. ¿Te sirve de algo? ¿Para extrañarlo más? ¿Para preguntarte más obsesivamente aun cómo fue posible que algo se lo llevara?
Y brillaban, esa agua y esas piedras. Brillaban como si fueran la última realidad, esa de las que vos a veces nos hablabas: la que se esconde detrás del velo, y todo eso.
Pero la última realidad, estoy seguro, no se hubiera reído así de mí.
De mí, de vos, de nosotros, los humanos, que entonces éramos jóvenes e impetuosos y arrasábamos el paisaje a pura fuerza, elegíamos lanzarnos por la pendiente, romper el agua con nuestras zambullidas, desajustar la armonía de las piedras, pensar que éramos los dueños del lugar.
No sé, no me respondés. Y yo sé que algo está a punto de suceder. Pobre Negrita, pienso, siempre preocupándose por mí. Pobre Negrita, siempre con la idea fija de que los hombres somos menos fuertes, que tu ida me afectó como a ninguno pese a que la Baby te busca cada día, cada día de su vida te está buscando así como la Negrita me va a buscar a mí después de que ocurra eso que está a punto de ocurrir.


1 comentario:

CRISTO_ANSELMO dijo...

muy bueno, me gusta la descripción y la idea.