No puedo soñar con
dioses que me nombran, su calidez escapa de mis apéndices extendidos en la
noche; no soy exótica de sus risas ni mensajera del eco de sus voces. Rehúso
burlarme de la sabiduría del viento pero niego atar mi fe gastada al pedestal
de una vieja estatua que mi piel nunca acarició. Aclamo que nunca a nadie se le
ocurra enterrar mis restos oscuros a la sombra de una roca inmóvil, sin
vibraciones, porque son mi fuerza, son mi lucha y también mi destino. En la
playa, sobre la arena, ahora, el fuego arde consumiendo hilos de plata; las
olas no diluyen, no conmueven, mis cenizas solitarias. Hay un grito que calla
en su propio miedo, no es mío, no me pertenece; solo lo escucho mientras se
confunde con mi poesía de ácido despertar. He nacido en la telaraña majestuosa,
he tanteado el sabor de la inquieta mosca, pero no he visto todos los colores y
moriré en el génesis de mi silencio.
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