Los rumores fueron llegando, susurros hediondos como la
selva que me rodea, pequeños hálitos de información traspasando la espesura. Y
los hombres callaron ante mí, ellos siempre escuchan; mis hombres, mi ejército
de sombras perfectas; silenciaron en sus actividades una murmuración de
nerviosas consecuencias. Una barca asciende por el río hacia mí, no importa el
destino, incumbe el hombre, un asesino remonta el Mekong como si su única razón
de ser fuera cabalgar esas aguas eternamente turbias de cadáveres y levantar la
mirada para otear la jungla en busca de mis huellas. Desde mí afiebrada
atalaya, observo ese río, y mis pesadillas me dicen que sus vertientes pueden
ser tanto el Gran Congo como un simple arroyuelo de montaña vietnamita. Alguien
soñó conmigo este delirio, alguien que
no es mi navegante asesino, sino el hacedor de nuestros dos destinos, el que
musitara las últimas palabras de horror a través de mi rostro moribundo; el
maderamen sediento de ese barco tiene crujidos de barbarie y jirones de niebla solitaria.
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