En
el transcurso de su sublime edad había visto miles de rostros, ambiciosas
miradas, muecas en el desafío del tiempo. Había comprobado que el castigo a un
sentimiento puede ser más terrible que no escuchar las voces del recuerdo.
Había comprendido que el tedio no se parecía a esos reyes tiranos que conociera
tiempo atrás, si no al devenir de días cotidianos junto a la belleza de su
estanque esperando a la impuntual doncella, en la profundidad del bosque. Una
vez, había sorprendido al loco dios del sueño en sus caminos y compartió con
él, el peso ingrávido de sus palabras, una comunión de elementos solo visible
en las penumbras del momento. Un día, el viejo unicornio murmuró - ¡Esto ya no
es el paraíso! – Su pelaje brillaba de urbanas luciérnagas en un claro de luna,
su ojo ambarino atesoraba la edad de los árboles. Bayas y frambuesas silvestres
eran dulcemente apartadas a su paso. Le di la razón desde mi oscuro rincón de
paloma solitaria, no sin pesadumbre, no sin amargura, vigilar la plaza
encantada ya no era lo mismo desde el minuto aquel, en que la humanidad toda,
perdiera definitivamente su inocencia.
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