Observando, en plazas y esquinas concurridas, sobre
transeúntes cotidianos, me fue dado atisbar profundas cicatrices en el alma de
los hombres, mordeduras de nostalgia, costras de depresivos instantes de
soledad y suturas en pieles como tatuajes tribales bosquejados por un animal
terrible. Comencé mi búsqueda entonces del depredador urbano, del devastador
ser que produjera dichas heridas, convencido en mi ignorancia de la competencia
evolutiva, de la presencia tangible de dicha bestia entre las sombras de la
vida de los hombres. Desistió mi intento con el transcurso de los años, sin
explicaciones para la ausencia del depredador en la pirámide de personajes
posibles dibujada en las sábanas de mi cuarto. Mi mirada tropezó un día en el espejo,
con una hermosa cicatriz atravesando de lado a lado mi corazón y no supe que
nombre científico otorgarle, en homenaje vivo al inquieto animal, o al beso
terrible que recordara de aquella nostálgica tarde de octubre.
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